Recientemente tuve la oportunidad de ver en Madrid, dentro de unas jornadas universitarias de narrativa audiovisual, la película ‘Nader y Simin, una separación‘ dirigida por Asghar Farhadi. Un filme con una enorme proyección internacional y que cosechó prestigiosos premios, como el Oso de Oro en la Berlinale, y un sinfín de estatuillas, entre las que destacan el Oscar a Mejor Película Extranjera, Globo de Oro, César, y David di Donatello entre otras.

Aunque es difícil que el cine iraní llegue a las salas comerciales el mes pasado ya pude ver en el Festival de Cine 4+1, ‘Goodbye’ de Mohammad Rasoulof. Hace unos años tuve la ocasión de ver ‘El caballo de dos piernas’ de Samira Makhmalbaf y ‘Mourning’ de Morteza Farshbaf. La narrativa del cine iraní es extremadamente personal y al margen de todo tipo de tintes comerciales. Son películas que resultan imposibles de desligar del contexto cultural y político en el que fueron realizadas. Se trata de un cine muy artístico e imaginativo que trasgrede la narrativa convencional a la que estamos acostumbrados. Por lo que he visto, los discursos narrativos son muy coherentes y terminan por cautivar.

Nader y Simin, una separación: más que un melodrama familiar

El comienzo, con una espectacular escena en que los protagonistas se dirigen directamente a la cámara, nos permite observar como espectadores privilegiados todo lo que va a ocurrir en la película. Se retrata la vida de una mujer y un hombre con la intención de separarse y, donde un incidente puede que destruya también toda su existencia. Lo que aparenta ser una crónica de la cotidianidad doméstica de una familia es en realidad una reivindicación de las mujeres independientes, y de la forma en que su actitud transforma la realidad.

 

Llama la atención la escasa presencia de planos largos contemplativos a favor de un torbellino de imágenes y palabras, bajo las cuales debemos descubrir qué está ocurriendo realmente. Lo que realmente importa es ver qué esta ocurriendo cuando se desestabiliza un orden rígidamente preestablecido. Los prejuicios, los estereotipos, la incomunicación y todo aquello que se ocultaba tras una apariencia más o menos plácida salen a la superficie para dejar claro que no hay buenos ni malos, sino únicamente un tejido social incapaz de construirse a sí mismo, entre la influencia occidental y las obligaciones que le impone la tradición y la moral del país en el que viven.

Compartimos las emociones con los protagonistas gracias a la narración subjetiva que adopta Farhadi, y que hace que participemos en la acción, ya que estamos vinculados al destino de los personajes. El uso de este tipo de plano no nos deja indiferentes, es más vinculante y fomenta mucho más la tensión dramática. Aunque no llegáramos a identificarnos con las acciones de los  protagonistas por la perversidad de las mismas, lo horrendo llega a ser si cabe más horrendo, porque no se produce ese distanciamiento entre el personaje y el espectador.

A través de los diálogos se atisban la emoción y el dilema moral. La utilización continua de los cristales a lo largo de la película, separan, oscurecen, dividen y transparentan las relaciones de todos los actores. Aunque tiene una puesta en escena muy austera, es capaz de retratar con encuadres cortados por intersecciones de ventanas, puertas, etc., el mundo opresivo que les rodea.

A fin de cuentas, el propósito de cualquier cineasta es contar historias que lleguen al espectador. Viendo la crisis de creatividad en muchos de los guiones que ven la luz actualmente, me reafirmo en la máxima de que nunca un gran presupuesto fue sinónimo de calidad cinematográfica. En este punto reside la habilidad de un cine, como el iraní,  que sabe con poco dinero narrar sus propios conflictos.

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