
El temperamento visual de Thomas Vinterberg (‘Celebración’) es clave para transmitir de manera equilibrada la perturbación psicológica que desprende una película como ‘La caza’. La atmósfera opresiva predispone tanto a los protagonistas como a los espectadores, y para ello se vale de una fotografía que corta el aire y enfría las relaciones personales. Impecable trabajo de cámara con una dosificación de primeros planos que refleja la mesura y precisión del realizador danés en ‘La caza’.
Dispara y acierta con un excelente guión para atraparnos en los aspectos más sombríos de las relaciones humanas. Aquí se enfrenta la infancia con el mundo adulto. Los personajes gravitan entre la mentira creíble y la verdad inverosímil. La habilidad del guión para mantener el equilibrio en todo momento respecto a nuestra implicación emocional es sencillamente magistral. La historia balancea en todo momento el punto de vista, ya que ni la niña se nos presenta tan perversa como pensamos, ni Lucas (Mads Mikkelsen) es simplemente una víctima. Este material en manos de Haneke hubiera sido más retorcido, ya que se presta a mostrar explícitamente perversas relaciones psicológicas y familiares.
El dilema moral que se destapa pone de manifiesto la psicología de la multitud, que es ciega, impulsiva y radical. El instinto gregario que se establece entre los miembros de la comunidad es fiel reflejo de la dimensión irracional del ser humano. Lo que diferencia esta película de otras que han tratado el linchamiento social, como ‘Furia’ de Fritz Lang, es el componente balsámico de la religión. Mads Mikkelsen no es Spencer Tracy y su caridad cristiana le impide vengarse por el delito no cometido. Por eso se recurre a la elipsis final para restablecer la idílica convivencia por la gracia de Dios. Soberbio “happy end” hobbesiano que transmite más de una duda y una sola certeza: la profunda convicción acerca del hombre como lobo para el hombre.