El cine de Wes Anderson me vuelve a dejar sin palabras. El trabajo que este sabio del cine indie americano ha realizado con ‘El gran Hotel Budapest‘ es sencillamente fascinante. Su particular imaginario visual no solo vuelve a cautivar por su hilarante estética, sino por la construcción de una historia que rebosa de un encanto inexplicable.

Como siempre, el mundo de Anderson recrea lugares increíbles. En esta ocasión la acción transcurre en un indeterminado país del centro de Europa, el ficticio Zubrowka. Igual de irreal es el Budapest, uno de esos hoteles en decadencia que rebosan de secretos. La película embriaga por su ambientación colorida, por sus texturas y por su excentricidad.

A esta brillantez formal hay que sumarle su habilidad para saber contar una historia. Los diálogos son ingeniosos y divertidos. La escena dedicada a una serie de breves llamadas telefónicas con conserjes de todo el mundo es sencillamente deliciosa, así como una fuga carcelaria difícil de olvidar y superar. También la magnífica interpretación de Monsieur Gustav, el legendario portero del Gran Hotel Budapest a principios de 1930, por parte de Ralph Fiennes, nos depara momentos memorables.

La degradación moral, psicológica y social de los personajes vuelve a estar presente, como ya lo hiciera en ‘Moonrise Kingdom’, a lo largo de toda la película. Los acordes prodigiosos de la banda sonora de Alexandre Desplat nos evocan un mundo tan extraño pero cercano a la vez.

Sin duda, un derroche de talento que nos devuelve la confianza en otra manera de hacer cine. Una inmersión cinematográfica profundamente placentera de la mano de uno de los mejores directores del cine indie actual.

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