
La trayectoria de Jupiter’s Moon, la última película del original y siempre personal director húngaro Kornél Mundruczó ha sido, cuanto menos, errática. Compitió en la sección oficial de Cannes, recibiendo abucheos y un considerable varapalo por parte de la crítica internacional; más tarde fue presentada en el Festival de Sitges, donde se alzó con el máximo galardón del certamen. Parece que con el paso de los meses, la pésima recepción obtenida en el festival galo (donde parece que solo le gustó a Will Smith -miembro del jurado-), ha ido virando hasta llegar al punto de que varios críticos han comenzado a reivindicarla.
El nuevo experimento de Mundruczó tras la genial rebelión perruna de ‘White God‘, trata un tema de inmediata actualidad, y que viene retratándose con frecuencia en los últimos años en el cine de autor de maneras muy diversas. No es otro que el drama de los refugiados y la situación en la que se posiciona Europa ante este conflicto. Como casi siempre, el cineasta plantea una premisa loquísima en la que un joven refugiado sirio al ser disparado en la frontera europea, comienza a tener poderes especiales, como la capacidad de levitar. Un doctor que trabaja en un campo de refugiados, intentará aprovecharse de su habilidad, manteniéndola en secreto y lucrándose gracias a ella.
El título, literalmente «la luna de Júpiter», es una forma poética de llamar a Europa, uno de los satélites naturales de Júpiter. La película entera es una especie de metáfora sobre la dramática situación que están viviendo los refugiados, y la precaria actuación del viejo continente al respecto. Es en esa improbable pero efectiva mezcla entre las bases del cine de ciencia ficción y el realismo social donde ‘Jupiter’s Moon’ encuentra una de sus mayores virtudes, ya que no podemos negar que el planteamiento es tan ocurrente como brillante.
Mundruczó maneja una narrativa visual tremendamente poderosa. Cada plano es de un virtuosismo impresionante, y una muestra del talento del húngaro tras las cámaras. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de un guion que quiere hablar de tantas cosas, que acaba perdiéndose en su propia magnitud para, finalmente, no llegar a ninguna parte. Comienza de forma muy potente, pero pronto acaba derivando en una aventura un tanto tópica que no es tan interesante como podría serlo. Si bien es cierto, que pese al disparate de los últimos minutos, es una película que funciona moderadamente, entretiene y divierte. Mundruczó se muestra más excesivo que nunca, y mucho menos meticuloso para rendirse por completo al espectáculo.
Ni mucho menos merecía abucheos en Cannes, ya que no es una propuesta completamente desdeñable (y es un impecable ejercicio de puesta en escena); y probablemente tampoco ganar mejor película en Sitges. Pero al fin y al cabo, los premios o las reacciones de festivales son algo meramente orientativo. Esta vez tenemos que quedarnos entre medias de los dos mencionados.
La lunática propuesta de Mundruczó y Wéber aterriza en nuestra cabeza para enervarnos, inquietarnos y, en momentos puntuales, arrancarnos una leve prospección reflexiva sobre la idea de Europa. ¿Y por qué leve? Tal vez porque esta radical provocación húngara se desborda en su extravagancia y en su ritmo frenético, lo que la aleja de la concreción y la acerca sin remedio al caos. Quién sabe, tal vez ahí radica, en realidad, su particular acierto.