Estrenada en el pasado Festival de Cannes, ‘El museo de las maravillas (Wonderstruck)’ es el regreso de Todd Haynes tras su obra maestra, ‘Carol‘. En esta ocasión, la narración se divide en dos épocas diferentes en Nueva York, los años 20 y los años 70. La primera, muda y en blanco y negro, y protagonizada por una niña llamada Rose, obsesionada con una famosa actriz; la segunda está protagonizada por Ben, un niño que quiere descubrir quién es su padre, a pesar de la negativa de su madre por contárselo.

Así, Haynes va entramando ambas historias con pequeños detalles que poco a poco van a hacer que relacionemos la una con la otra. La música de Carter Burwell, uno de los motores esenciales de la narración, se emplea al modo clásico, especialmente en la parte muda, impidiendo que haya algún momento de silencio. En la parte de los años 70, las guitarras y el sonido funky sustituyen al piano y a los violines, pero el empleo de esta no cambia. Es peligroso y arriesgado hacer que la música no deje de sonar durante toda la película, por lo que no se le puede negar a Haynes esa valentía, pero decir que resulta excesivo quizá es quedarse demasiado corto. El espectador se encuentra atronado ante la insistencia de la -indiscutiblemente bonita, eso sí- partitura de Burwell.

El museo de las maravillas‘ demuestra que su director es un maestro de la narrativa visual, pero deja en evidencia que también lo sea para la narrativa textual -gran parte de «la culpa» proviene de un guion bastante flojo de Brian Selznick (el propio autor de la novela en la que se basa)- . Sorprende, por su ingenuidad, el arco dramático de la historia y el desarrollo de la misma.

Los personajes de su película son meras marionetas, algo en lo que no había caído nunca -recordemos la profundidad de las mujeres de ‘Lejos del cielo’ o ‘Carol’-, los niños viven en una realidad ajena al mundo real para beneficio exclusivo del fluir de la historia. De otra manera, esto no supondría un problema, pero de la forma en la que Haynes habla aquí de ellos, parece que se olvida del mundo adulto exterior. Tenemos dos historias, conectadas por ciertas similitudes -la discapacidad auditiva, por ejemplo-, pero que nunca llegan a ningún punto común por medio natural. Todo se resuelve mediante un deus ex-machina forzadísimo y tan previsible que cuesta creerlo. Por fortuna, hay muchos buenos detalles y virtudes en la película que evitan el desastre.

La cuidada fotografía del siempre brillante Edward Lanchman y el buen hacer de Haynes tras las cámaras dejan imágenes preciosas y planos construidos con un gusto exquisito en la composición de colores y encuadres. El propio concepto de la obra también resulta potente, pues al final se plantea como una suerte de gabinete de curiosidades, a los que la propia película hace referencia. Aunque bien es cierto, que una idea con «punch» no sostiene ni justifica las dos horas de metraje.

Sin embargo, en el campo interpretativo, es notable, especialmente gracias a los jóvenes Oakes Fegley y Millicent Simmonds, que tienen una presencia hipnótica en pantalla. La aparición de Julianne Moore también deja a la actriz sacar su potencial interpretativo en un papel muy breve.

El museo de las maravillas‘ es una decepción después de una obra tan cercana a la perfección como ‘Carol‘, sobre todo por culpa de una narración que quiere ser mucho más compleja de lo que en realidad es, y que en ningún momento resulta convincente como conjunto.

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