
‘El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972)’ es una de las películas más famosas de la historia, el paradigma de lo que debería de ser el buen cine, la referencia para millones de aspirantes a cinéfilos. Está presente en el Top 10 de mejores películas de la historia en las páginas IMdB y Filmaffinity, posee una puntuación de 100% en Metacritic, y es una de las mencionadas en el libro de Steven Jay Schneider 1001 películas que hay que ver antes de morir. Sus frases han quedado en la cultura popular, muy presentes en la memoria de generaciones de espectadores. Pocas son las producciones posteriores que escaparon a su influencia. Muchos son los críticos que reconocen el enorme talento que hay detrás.
En definitiva, ‘El Padrino’ es un coloso. Por ello escribir sobre la saga de los Corleone supone una gran dificultad para no caer en redundancias, no repetir cada dos líneas lo maravillosa que es, o de lo importante que fue para los casi 50 años de cine desde el estreno de su primera parte. Hablamos de una historia que introduce en América los tropos de las tragedias clásicas y shakesperianas, aderezado con los grandes mitos bíblicos y un retrato de los emigrantes italianos en los Estados Unidos, minoría a la que el mismo director, Francis Ford Coppola, pertenecía. ‘El Padrino’ representa además el lado oscuro del sueño americano, dando a entender que quizá sus grandes y rimbombantes valores no estén tan arraigados como se presupone, así como una mirada retorcida al ansia estadounidense de prosperar a toda costa.
Por ello, centraré los análisis (uno por cada parte) en un aspecto concreto, pero a través de los cuales se puedan ramificar varios temas, e intentar aportar una visión global de por qué es tan especial. Y empezaremos por un pez gordo, el archiconocido Don Vito Corleone.
En este artículo se da por hecho que has visto ‘El Padrino’. Si no es así, aconsejo no seguir con su lectura.

Primera parte: creo en América
Eso es lo que Bonasera (Salvatore Corsitto) le dice a Vito Corleone en un despacho en penumbra, mientras afuera se celebra la boda su hija. Creía en la justicia, en que la policía estaba allí para protegerles, hasta que una familiar suyo sufrió graves agresiones, que quedaron impunes. Recurre entonces a la ayuda del jefe mafioso, al poder paralelo que llega donde la ley no puede o no quiere: «La justicia me la hará Don Corleone». El personaje interpretado por Marlon Brando le echa en cara sus reticencias pasadas a relacionarse con él -dado lo ilícito de sus negocios-, pero finalmente cede a cambio de un futuro favor.
Ésa es la ley de Don Vito, una relación entre señor y vasallo propia de la época medieval. Tanto entre las sombras de sus negocios como en la luz y color de la celebración, la gente le rinde pleitesía absoluta, sabedores de que la lealtad se recompensa con el éxito, y la traición con la muerte. En uno y otro lado se le ofrece tributo y se le pide consejo, mientras mira a los demás como un viejo señor feudal, seguro de su posición. Actúa en base a viejos códigos de honor, unas corrompidas leyes de caballería en la medida que se adaptan a las ilegalidades que otros cometen en su nombre.
Esta dominación se aplica en su familia, en los dos sentidos que esa palabra tiene en la saga. El marido de su hija Connie, Carlo Rizzi (Gianni Russo) entra en su entorno pero no en sus negocios, por orden suya. Impone su criterio de no traficar con drogas al de su hijo Santino (James Caan), al de «El Turco» Sollozzo (Al Litteri), y al de la familia Tattaglia, con consecuencias fatales. Don Vito es una sombra que envuelve a los que les rodean, protectora y opresiva, controlando los destinos de sus allegados. Quizá el único que se «libra» a medias de esto es precisamente el hijo pródigo que regresa de la Segunda Guerra Mundial, Michael (Al Pacino), el favorito del viejo Don. Contra el deseo de su familia se alista en el ejército, a diferencia de sus hermanos llegó a los estudios universitarios, y en un inicio no tiene relación alguna con los «asuntos» de los Corleone. Para rizar más el rizo, su pareja Kay Adams (Diane Keaton) ni siquiera es italiana. Aunque cabe la posibilidad de que, al ser el receptor de las esperanzas de Vito para el ascenso social de su familia en el país, su influencia en él sea intencionalmente menor.
Pero eso ya lo discutiremos luego, porque a Vito Corleone lo han disparado en la calle, mientras hacía algo tan delictivo como comprar naranjas: a los Tattaglia no les ha gustado que rechazase entrar en la distribución de narcóticos. Y la situación se complica.

Segunda parte: relevo generacional
El intento de magnicidio es el detonante de un buen porcentaje de los acontecimientos de la película. Para empezar, supone el ascenso de Santino (o Sonny), cuyo carácter explosivo y violento pone a las familias mafiosas al borde de la guerra abierta. Todo ese colchón en el que se apoyaban los Corleone se ve sustituido por incertidumbre, en no saber en quién confiar: por primera vez en mucho tiempo, su posición está siendo contestada, y no cuentan con el cabeza de familia para solucionar la crisis.
Michael, a raíz de esto, entra en la dinámica de la mafia, dispuesto a vengar a su padre. Acepta una falsa oferta de parlamento con Sollozzo y su guardaespaldas, el comisario McCluskey, y asesina a ambos a sangre fría, renunciando casi definitivamente a su identidad civil, y quedando marcado. Tras la muerte de Sonny un tiempo después, vuelve de su escondite en Sicilia, asume el mando de la familia como nuevo Don, y se mancha todavía más las manos de sangre, haciendo que el Michael de los primeros diez minutos de película sea completamente diferente al que le cierra la puerta a Kay, ya en el final. Sobre la evolución de este personaje hablaremos más detenidamente en el futuro.
Pero no se confundan: la transformación de Michael a menudo solapa otra igual de interesante, la de su padre. El poderoso e incontestable capo de la mafia, acaba encamado, herido de bala y débil. Desde aquí, aparece como un anciano cansado, que cede el puesto a un joven para tomar la labor de consigliere. Es algo curioso: a medida que su hijo va actuando como alguien frío y sin escrúpulos, Vito se humaniza. Apenas puede contener sus lágrimas cuando contempla el cadáver de Sonny y renuncia a la venganza para que su otro vástago regrese del exilio. Lo último que vemos de él, en una de las escenas más conmovedoras de la historia del cine, es a un amable abuelo jugando con su nieto entre las tomateras, antes de fallecer por un infarto. Una ironía del destino que un sujeto que se movía como pez en el agua entre la violencia muriera por causas naturales.

Don Corleone es historia del celuloide, pero esto no se debe sólo a la maravillosa actuación de Brando (premiada con su segundo Oscar; el primero lo ganó en 1955 por ‘La ley del silencio’), sino a que además es un personaje bien construido, con personalidad y motivaciones bien definidas, pero al mismo tiempo capaz de evolucionar siguiendo una lógica construida por el desarrollo de la acción. Porque podemos hablar muy bien de la fotografía, de la banda sonora, el montaje, la dirección, los secundarios, los protagonistas, la trama o los temas a tratar, pero lo primero que nos entra, en esos fatídicos veinte primeros minutos, es la figura de Marlon interpretando al elegante y fatídico Vito.