
‘El árbol de la sangre‘ tiene misterio, imágenes poderosas, varias escenas de maestro, un cierto exceso de metraje, muchísimas esquinas y un aire pretencioso que amenaza en algunos momentos con hacerla descarrilar. La nueva película de Julio Medem es, a pesar de sus imperfecciones, magnética y original, respira con cadencia propia y atrapa la imaginación del espectador con emoción y con enigma.
La historia se desgrana a medida que Marc (Álvaro Cervantes) y Rebeca (Úrsula Corberó) escriben su historia, refugiados en un caserío del País Vasco. En medio de un valle hermoso que acabará tornándose asfixiante, la joven pareja hurga en su memoria para trazar los caminos, nunca hay uno solo, que les llevaron a ser quienes son y a estar juntos. A medida que recuerdan y escriben, la casa inmensa se va llenando de pasado, de felicidades antiguas y sufrimientos viejos. Los actos de quienes les precedieron, sus abuelos, sus padres, van arrojando sombras importantes sobre la verdad que ellos dos creían compartir y sobre su futuro juntos.
Frente a la gran casa hay un árbol que domina la vista desde las ventanas y ejerce al mismo tiempo de guardián y recordatorio de la memoria de las dos familias. Es el árbol del título, un símbolo gráfico de la idea fuerza de la película de Medem: el sino, un destino fatal que empuja a los personajes al desastre o, al menos, al drama. El juego de tiempos que el cineasta vasco lleva a cabo, con escenas cruzadas del pasado y del presente, con personajes de uno y otro plano temporal en la misma estancia, resulta inteligente y fructifica en un par de escenas sobresalientes, pero acaba haciéndose cargante y reiterativo cuando la trama se desarrolla en el paisaje vizcaíno.
Cuando la pareja protagonista abandona el caserío, la historia y la narración se expanden y la historia se hace más habitable. A pesar de que a partir de ese momento, la imaginería Medem se desata y los planos misteriosos de toros y lunas y vacas se multiplican; a pesar, también, de que la trama se desenvuelve y se revela como una extraña amalgama (hay quien dirá “batiburrillo”) en la que aparecen los niños de Rusia de la Guerra Civil, el robo de órganos, la mafia georgiana, un frenopático y la universidad de Alicante. Solo se apuntan, porque en ‘El árbol de la sangre‘ sólo importa el amor. Cuando Marc y Rebeca se marchan de ese valle inmenso, la película comienza a exigir muchísimo al pacto de verosimilitud, pero se revela como un artefacto que ata la atención del espectador por su naturaleza original y su ritmo interno.
Úrsula Corberó y Álvaro Cervantes también se acomodan mejor a sus personajes cuando estos salen de la casa. Sus interpretaciones, marcadas por la frialdad en el primer tercio de la cinta, adquieren la intensidad justa y acaban resultando creíbles, notable en el tercio final la de Cervantes. Se revela también que los dos jóvenes actores aparecen como protagonistas igual que podrían haberlo hecho Najwa Nimri (que ya ha trabajado para Medem en ‘Los amantes de Círculo Polar’ y ‘Lucía y el sexo’) y Daniel Grao, que dan vida a los “padres” de Rebeca y que brindan dos interpretaciones sobresalientes. Joaquín Furriel, María Molins, Patricia López y cuatro pesos pesados, Ángela Molina, Luisa Gavasa, Emilio Gutiérrez Caba y Josep María Pou, completan el reparto y de alguna manera sostienen la película.
Todos muestran un compromiso notable con sus personajes, marcados en distinta medida por lo atípico y el quebranto. El resultado es un bosque de personajes potentes, que dan forma a la atmósfera inconfundible de ‘El árbol de la sangre’ y llegan a su clímax en uno de los finales más extraños pero también más emotivos que el cine español ha dado en los últimos años.