
‘Zama‘ (2017), cuarto largometraje dirigido por la cineasta salteña Lucrecia Martel (‘La ciénaga’, ‘La niña santa’, ‘La mujer sin cabeza’), es una lograda y muy personal (como no podía ser de otra manera tratándose de esta realizadora) adaptación de la novela homónima escrita en 1956 por el escritor mendocino Antonio Di Benedetto.
En la entrevista concedida a Jorge Morla en el diario El País, Lucrecia Martel hablaba de la reacción que le generó leer la novela:
“Me produjo euforia. Hay gente que le parece triste, pero a mí me produjo una euforia: sentí que había entendido algo que no sé qué es, que no puedo explicar. Ahora, al rodar la película, me acerco más a saber qué es, pero en ese momento me causó una euforia.”
Igual efecto generó en mí el filme de Martel, el de “sentir” que uno descubre algo y que, quizás precisamente por esto, no es capaz de explicarlo. Pienso que, más que “ser fiel” a la obra de Di Benedetto (en el sentido de reproducir lo más cercanamente posible la historia relatada en la novela), a Lucrecia Martel le importó transmitir, con las herramientas y medios de su oficio, esta sensación, esta mezcla confusa de euforia y frustración que ella sintió al leer la obra de Di Benedetto. Euforia desconcertante me produjo, por ejemplo, ver entrar a esa llama, de sonrisa más enigmática que la de la Mona Lisa, en el despacho del gobernador de la Asunción colonial, esperpento de ilustración francesa, que diría Valle Inclán, en que transcurre buena parte de la película.
Personaje, y me refiero aquí a la llama, que a pesar de su conspicua, incongruente, paródica e irreverente presencia, sólo llama la atención del espectador. A pesar de tenerla, casi literalmente, en sus narices, Don Diego de Zama no es capaz de verla, ¿tal vez porque su ilustrada cosmovisión, su limitado racionalismo, catolicismo, eurocentrismo, etc., no le permiten aprehender aquello que existe más allá de las fronteras ontológicas impuestas por los ordenamientos y construcciones discursivas que, a su vez, lo construyen (y destruyen) a él?
Este “sentir” que hemos entendido algo importante, transcendente, cuyo significado se nos escapa, y que ‘Zama’, texto construido con imágenes y sonidos más que con palabras, insinúa y jamás intenta explicar, captura logradamente el drama existencial, en muchas instancias tragicómico, que sufre el protagonista de la novela de Di Benedetto: una vida de esperanzas frustradas, de avances y retrocesos, de vaivenes que nos mantienen, irremisiblemente, en el mismo lugar:
“Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría. Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba. Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.” (Zama)

Si pudiera, me gustaría preguntarle a Lucrecia Martel si igual euforia y frustración sintió ella al adaptar, rodar y editar el filme. La respuesta que le da a Morla cuando éste le pregunta qué había sido “lo más duro” del rodaje, me inclina a pensar que la réplica sería afirmativa:
“Cuando se te termina el tiempo. Cuando se termina el día y te falta algo.”
Hay otra intención, entre las muchas que veo en el filme de Martel, que quiero compartir con ustedes. Se trata de una intención política. En manos de la realizadora, don Diego de Zama, funcionario del rey de España varado en la ciudad de Asunción a la espera de un traslado que lo acerque a la “civilización”, funciona como sinécdoque del estamento político, pasado y presente, que ha gobernado América. Su incapacidad de lograr una comunión con el medio americano (pueblos y culturas, climas, geografía, etc.), su soberbia y ensimismamiento, su dependencia extrema de modelos religiosos, filosóficos, económicos y ontológicos europeos, explica el devenir histórico de este continente: el continuo avance y retroceso en la superación del enfrentamiento, de la brecha que separa a las distintas culturas y pueblos que la habitan.
Después de haber releído la novela de Di Benedetto, siento que esta intención política tiene más peso en el Zama de la cineasta que en el Zama del escritor. La divergencia que se observa en los finales de ambas obras me inclina a pensar así. En el filme, vemos a don Diego de Zama, con los brazos amputados, adentrarse en la selva dentro de una canoa dirigida por un niño indígena. El encuadre que elige Martel, un plano largo, el alejamiento paulatino de la canoa y los sonidos cada vez más fuertes de la naturaleza, transmiten la sensación de que don Diego, al igual que Arturo Cova, el protagonista de La Vorágine, la celebrada “novela de la tierra” de José Eustasio Rivera, es devorado por la selva. Haciéndose eco de ciertos discursos postcoloniales, en la película de Martel, América termina comiéndose a Europa. Esta escena me hizo pensar también en la película de Nelson Pereira dos Santos, ‘Qué sabroso era mi amigo francés’ (1971), y en la de Werner Herzog, ‘Aguirre, la cólera de Dios’.
En la novela de Di Benedetto, no sabemos a ciencia cierta si el protagonista sobrevive a la mutilación que sufre a manos del bandido Vicuña Porto. Cuando abre los ojos, al volver presumiblemente de su desmayo, ve a un niño inclinado sobre él:
“No era un indio. Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años. Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre: —No has crecido… A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo: —Tú tampoco.”
Lucrecia Martel, deliberadamente, elije suplantar al niño rubio por uno indígena, que se apropia literalmente del cuerpo con vida de don Diego. El niño es parte de esa selva que se traga al europeo. Di Benedetto, parecería establecer una conexión un tanto diferente. Este niño rubio, que aparece en distintas instancias de la novela en situaciones que confunden la realidad con los sueños y la imaginación, bien podría ser el niño que Zama fue alguna vez, y que nunca dejó de ser, el niño que nunca llegó a ser hombre, el niño que nunca llegó a ser libre porque nunca se atrevió a ir más allá de los límites impuestos sobre él durante su infancia, un niño imaginado, una anagnórisis, revelación identitaria final que experimenta Zama antes de morir.