
Se podría leer ‘Pájaros de verano‘ como una secuela espiritual del anterior trabajo de Ciro Guerra ‘El abrazo de la serpiente’ pues son evidentes las preocupaciones que comparten dichas obras. Guerra, acompañado en la dirección esta vez por su habitual productora Cristina Gallego, sigue indagando en los peligros e intereses que surgen del choque entre el mundo occidental y las culturas indígenas de Latinoamérica. En este nuevo filme, que vuelve a extraer una parte de la historia de Colombia, los protagonistas son los miembros de las diferentes comunidades indígenas Wayúu, quienes pronto se verán enfrentados en el desarrollo del narcotráfico, como consecuencia del capitalismo occidental más salvaje.
Bajo la aparente faceta radiográfica de las culturas del desierto de La Guajira, se esconde una inusual cinta de gánsteres que encuentra no pocas resonancias con la trilogía de ‘El Padrino‘ o con ‘Uno de los nuestros’ de Scorsese. Trabajando dentro de los parámetros de la epopeya del crimen (incluso la estructura narrativa está dividida en capítulos, trasladados aquí en forma de cinco cantos de la folclore wayúu), la pareja de directores utiliza una plantilla marcada del género como dispositivo para explorar y examinar la pérdida identitaria de las culturas indígenas, tomando el modelo de ascenso y caída constituido ya en 1932 por el ‘Scarface’ de Howard Hawks. Aunque lo que realmente brilla en la propuesta no es el simple traslado de códigos, sino la recuperación de las formas del cine etnográfico, acompañado de coloridos rituales y pensamientos mágicos comunitarios.

Es justamente la secuencia que abre ‘Pájaros de verano’ la que mejor subvierte las convenciones del género. El joven Rapayet, pide la mano de Zaida, hija de la mayor representante de la comunidad wayúu, acto que trágicamente unirá a las dos comunidades, escena nupcial con la que también inicia la trilogía de Ford Coppola. Sin embargo, la escena reniega de cualquier realismo para acercarse a una puesta en escena onírica que abraza de manera más contundente el espíritu de ‘El abrazo de la serpiente’. El suceso se desarrolla al aire libre, dentro de unos espacios desérticos que dan impresión de infinidad, y la fisicidad del viento empuja las telas rojas y los cabellos de los dos sujetos hacia una vastedad que sugiere una presencia espectral. Forma y fondo en perfecta sintonía. Rituales, colores y movimientos de cámara que parecen seguir el ritmo de las danzas folclóricas relatan el punto de partida clave de la película, sin falta alguna de diálogo.
Será a partir de la boda cuando la película irá cayendo gradualmente en los lugares comunes del género y donde irá despojándose, poco a poco, de la vocación y el estilo que parecían distinguir la película de manera tan abismal de productos más accesibles y convencionales como la serie ‘Narcos’, donde toman más importancia las persecuciones con cortes rápidos y una musicalidad acorde al género. Este cambio en las formas, que también podría leerse como una pérdida de la espiritualidad de la comunidad en favor de los bienes materiales, termina por decantarse demasiado por un modelo de cine de entretenimiento, delegando al ostracismo toda la vertiente reflexiva que contenía la película.
El último destello-milagro de ‘Pájaros de verano‘ se obra al final de la misma, al revelarse que la voz en off que acompaña a los cinco cantos que compartimentan la película pertenece a un anciano, sobreviviente de la guerra entre los clanes, que hace de figura rescatadora de las costumbres de los pueblos indígenas de Colombia, donde la transmisión oral se ha convertido en la única forma de contar las tradiciones que nutrieron un país.