
En ‘Dolor y gloria’, Pedro Almodóvar recupera una parte de los temas que han vehiculado su personal imaginario, impregnados esta vez de continuas alusiones autobiográficas. Salvador Mallo (Antonio Banderas), un reconocido cineasta roto por su salud y su pasado habrá de hacer frente a una crisis creativa y al reencuentro traumático con viejos colaboradores (Asier Etxeandia) y antiguos romances de la juventud (Leonardo Sbaraglia).
Durante una conferencia organizada por la Escuela SUR, el realizador manchego recordaba algunas de sus experiencias de sus años en La Mancha y Extremadura y cómo estas marcaron el principio de su relación con el cine: “Siempre tuve claro, desde mi más tierna infancia, que quería pertenecer al mundo del cine. No sabía en qué lugar exactamente. Pero recuerdo que con menos de diez años nos daban de comer, como creo que a casi toda España en ese momento [la década de los cincuenta], pan y chocolate. Las onzas de chocolate traían dentro cromos de artistas de Hollywood. Ese fue mi primer contacto, grasiento y untuoso, con las estrellas de cine”. Continúa refiriéndose a lo que para él supuso el descubrimiento de la gran pantalla: “Si hay un icono que yo tengo es el de la pantalla del cine de verano, un muro pintado de blanco. Y a sendos lados del muro, los niños y las niñas orinábamos mientras veíamos las películas”.
Todos estos recuerdos de la niñez ligados a lo táctil, lo gustativo, lo visual, en resumen, lo sensitivo, abren una brecha por la que introducirnos en la memoria del personaje de Salvador Mallo. La escena que inaugura la película, es el claro ejemplo de una dinámica que se repetirá a lo largo de todo el metraje. En ella vemos el cuerpo cicatrizado de Salvador suspendido en el agua. A través de esa fisura en la espalda, lo fluido se filtra para remontarnos a una bellísima escena rural ambientada en la orilla de un río. No obstante, el dispositivo que activa el pasado en esta obra parte del germen inculcado por el aparato cinematográfico. De esta manera, difuminando las barreras entre las distintas capas de tiempo, Almodóvar nos entrega uno de los finales más brillantes de su filmografía.
Por otra parte, y al mismo tiempo ligado con lo anterior, ‘Dolor y gloria’ presenta una estructura narrativa inusual en el universo de este autor. Si en otras de sus películas las imágenes proyectadas van a la par de un férreo armazón argumental, en esta el relato queda relegado a un segundo plano. La causalidad y el orden se escapan al intentar encapsular un fragmento de vida.

Con este último filme, Almodóvar continúa un camino hacia la sobriedad inaugurado en realizaciones anteriores como ‘La piel que habito’ (2011) o ‘Julieta’ (2016). Optando por mostrar lo esencial, deambulando incluso por lo minimalista en secuencias donde la figura humana se relaciona con un fondo monocromático, las formas que se nos presentan se agigantan y llenan por sí mismas el espacio. Partiendo de una estética underground y saturada, el clasicismo que la siguió ha desembocado en un lenguaje depurado.
Todo ello no impide, sin embargo, que estos personajes se rodeen y deambulen por unos museísticos escenarios construidos, en su gran mayoría, a partir de la colección personal del director: las piezas que decoran el hogar de Salvador abarcan una producción artística que va desde las esculturas de Miquel Navarro hasta las pinturas de Guillermo Pérez Villalta, Maruja Mallo o Jorge Galindo, por mencionar algunos nombres de un catálogo más extenso. Dentro del apartado de referencias a la literatura destaca la mención al ensayo Cómo acabar con la Contracultura (2018) escrito por Jordi Costa, dada la particular lectura que el crítico realiza en la introducción del libro acerca del cine de Almodóvar en relación al fenómeno que pretende abordar, y la ironía con la que el protagonista se enfrenta a este texto.
Entre el amplio plantel actoral que configura ‘Dolor y gloria’ sobresale la interpretación de Antonio Banderas, en parte por hacer uso de una gestualidad y un tono de voz capaz de rendir un sobresaliente homenaje, sin caer en ningún momento en la parodia, a uno de los mayores artífices de su reconocimiento tanto nacional como internacional. Al mismo tiempo, Penélope Cruz deslumbra en su rol de gran figura materna, mientras que Asier Etxeandia despunta por sus aptitudes camaleónicas frente a la cámara.
En definitiva, nos encontramos ante una pieza capital, la más personal de este director y por dicho motivo la más arriesgada en lo que respecta a su imagen mediática, pese a que su esencia no recaiga sobre la frontera que separa lo real de lo ficticio.