
Gabriel Dahan (Roman Kolinka), un reportero de guerra, regresa a París tras un período de cautiverio en Siria, secuestrado por un grupo terrorista islámico. Ha recuperado su libertad y su vida, sin embargo, algo no funciona, algo se ha roto, nada le interesa de su realidad. La crisis personal que atraviesa el protagonista de ‘Maya‘ le servirá de pretexto para volver a Goa (la India), el lugar donde se hallan buena parte de los recuerdos de su infancia, y donde ahora, el amor le situará ante una encrucijada.
Después de ‘El porvenir‘, con su nuevo filme, la joven realizadora francesa prosigue en su deseo de construcción de un pensamiento cinemático. Mia Hansen-Løve vuelve sobre su discurso, sobre sus temas y recursos de siempre; la búsqueda del yo, la vocación como una forma de amor, «de libertad y esclavitud» como ella misma explica, de un amor en el que hay deseo, acercamiento hacia uno mismo, pero también de sacrificio, de renuncia; el existencialismo a través de personajes que se hallan ante una encrucijada en sus vidas, personajes a la deriva, que miran mucho por la ventana, siempre con mirada melancólica. Y los finales también son los mismos. El paso del tiempo, un canto a la esperanza y la continuidad de la vida, a las nuevas posibilidades que quedan abiertas.
A los que sienten debilidad por el cine francés no les será difícil reconocer las claras influencias del cine de Hansen-Løve. La ligereza y el romanticismo que desprenden los veranos y las primaveras de Rohmer, el siempre excelente juego con el espacio, la sensibilidad que destilan sus imágenes, la capacidad de narrar de forma natural y honesta el amor y la amistad, para filmar emociones y sentimientos. Sin embargo, en ‘Maya’, a pesar de sus buenas intenciones, de un buen punto de partida, todo quedará en la superficie, en lo fallido.

Si bien me resulta interesante la metáfora que da nombre al filme, Maya, la guía espiritual en la búsqueda del yo de un personaje extraviado, Hansen-Løve no alcanza aquí la intimidad, la profundidad, la intensidad emocional que si hay en sus anteriores trabajos. Hay destellos de belleza y de melancolía en algunas de sus imágenes, sin embargo, lo extraordinario de los paisajes se acaba perdiendo en una sensualidad y un exotismo forzado, propio de una postal de vacaciones, muy lejos quedan los veranos de Rohmer y de ‘El río’ de Jean Renoir a los que trata de acercarse.
La indiferencia reina en la desventura de sus personajes. Pues tampoco termino de comprenderlos, de empatizar con ellos ni con el presunto debate al que se enfrenta el joven reportero de guerra. Su decisión parece fácil, previsible, y poco queda de aquel amor; un amor lleno de lugares comunes y con tintes de adolescente aventura estival de la que en realidad nada sabemos.
En definitiva, la cámara y el guion no terminan de aprovechar el material del que se sirve la realizadora francesa en este filme, tampoco la mirada de Roman Kolinka, una mirada que casa a la perfección con lo que hubiese podido ser su personaje. Eso sí, la música que acompaña las imágenes es siempre acertada y bellísima, aunque también siempre sea la misma.