
Para despejarnos un poco de los blockbusters nunca está de más volver a los grandes, aquellos que como Robert Bresson nos regalaron películas que hablan mucho más de nosotros que cualquier personaje volador que se precie (ya sea superhéroe con capa o príncipe en alfombra). Con ‘Mouchette‘ (1967) nos contó la vida en el campo desde un prisma diferente, una obra maestra que os invitamos a degustar a través de su puesta en escena (para los que ya la hayan visto, claro).
Si tuviésemos que situar a Bresson dentro de la historia del cine, podríamos incluirle junto a Jean Renoir como posible precursor de la Nouvelle Vague, pero destacando en él un cine más personal e independiente del resto. En ‘Mouchette’ demuestra su preferencia por tratar con un estilo peculiar personajes marginados de la sociedad, en este caso el de la niña interpretada por una joven carente de técnica interpretativa, justo lo que buscaba el director para sus películas.
Estos “no actores” le confieren una complejidad psicológica a la película difícil de desentrañar y, aunque la historia se desarrolle cronológicamente, desde la secuencia inicial del furtivo y el guardés se aprecia una falta de continuidad que nos hace replantearnos si estamos ante el común retrato costumbrista de un pueblo: no comienza con un plano de situación que nos explique dónde nos ubicamos exactamente, porque sabemos que es el monte pero no tenemos claras sus dimensiones; será a través del montaje de los planos entre el furtivo, la perdiz y el guardés cuando lo deduzcamos, dejando a un lado el intento de mostrar un espacio realista y creando un espacio indefinido y expresivo con los personajes (entre ellos y con nosotros, que también les espiamos).
Este desconcierto espacial se intensifica con las miradas de los dos enemigos, cuyos puntos de vista no son solo los suyos sino que condicionan la escena y parecen transformarla, encuadrando el suelo cada vez que descubrimos lo que ven. Pronto sabremos que el espacio fuera de campo, que inconscientemente queremos descubrir, no tendrá relevancia en ‘Mouchette’, y serán en cambio los planos que nos muestren pies de personajes los que nos acerquen más a la sensibilidad de la película y de su protagonista.

Para comprender la actitud que la joven Mouchette muestra a lo largo de la trama es clave hacer alusión a la secuencia más climática (aunque no sea una película de momentos climáticos): el encuentro en la cabaña entre ella y el furtivo. Al igual que en la secuencia inicial, además de los planos de miradas tenemos que fijarnos en el sonido para dejarnos atrapar por la atmósfera; si en el campo habíamos escuchado las ramas partidas por las pisadas, en la cabaña destaca el crepitar del fuego que nos envuelve ayudándonos a oler la escena y sentir el calor, el sudor y la leña, tal y como lo vive Mouchette en este instante inolvidable de su triste existencia.
Ella es la gran reprimida de la historia que ahora abraza lo nuevo, y también lo más oscuro, pues toda la intención de la secuencia se deduce como una violación consentida. Pero lo importante es que todo lo que tiene que pasar, pasa; y esto sucede porque tanto Mouchette como los otros personajes dejan que suceda y que cada acontecimiento en la historia transcurra con duraciones de tiempo muy diferentes (esta secuencia es muy larga dada su relevancia y es evidente que nos estamos alejando de las reglas de narración clásica donde los tiempos sueles estar más medidos).

Después de que la niña haya vivido su pequeña aventura, todo el pueblo parece saber lo que ha pasado y ella revive la traumática vuelta al día a día: debe volver a interactuar con esas personas que no soporta y sobre todo sentir de nuevo la presión que supone cuidar de su familia. Cuando Mouchette llora con el bebé en brazos, las lágrimas se muestran exageradas, muy densas, no pasando desapercibidas para el espectador que no vivirá la escena desde ese sentimentalismo que Bresson tanto rechaza.
Si a priori la falta de decorados y la luz natural del filme nos puede dar la idea de una convencional historia rural, terminamos descubriendo que estamos ante un producto pretendidamente “tocado” por su autor, usando un falso naturalismo para que experimentemos algo diferente a lo que solemos encontrarnos (digamos que saltan nuestras alarmas). Resaltar que Ghislain Cloquet es el director de foto, una figura fundamental para reforzar el estilo de cineastas como Bresson (también lo fueron otros como Coutard o Henri Decaë), habiendo trabajado igualmente Alain Resnais en los documentales ‘Noche y niebla‘ y ‘Las estatuas también mueren’. De este modo, la utilización de luces y sombras en habitáculos opresivos, como la casa de Mouchette, podría servirnos de metáfora como las luces y las sombras que planean siempre sobre la calma acogedora de los pueblos y la supuesta alegría de sus gentes. Cualquiera de nosotros puede confesar que al acudir de visita a algún pueblo hay un algo que reconocemos como oculto tras la simple vida en la aldea, ya sean rencillas familiares o pequeñas ilegalidades que todos dan por hecho (como el contrabando de licor que se muestra en la película).
Estos puntos oscuros se ocultan con la actitud tranquila de los habitantes en su día a día, ya sea tomándose las mismas copas en el mismo bar o realizando tareas cotidianas en casa. No hay sorpresas, todos esperan a que lleguen las cosas, y el silencio existente entre ellos es buena muestra de ello: el silencio de la rutina, evitando forzar nada en ningún momento porque prácticamente saben lo que va a suceder cada día. Es igual para Mouchette, que después de su aventura en la cabaña no le espera nada nuevo en la vida; con el montaje característico del filme la acción transcurre sin tensión, sin esa falsa tensión que sería incoherente con la autoría de esta obra. Durante casi la mayor parte del tiempo que la vemos en pantalla, la joven desea profundamente cambiar esa repetición diaria que tanto la reprime y lo que intenta es buscar el juego en lo insignificante, romper la monotonía con pequeños detalles y gestos rebeldes, como cuando sirve café o pisa con fuerza en el suelo embarrado. Cuando la cámara sigue Mouchette la muestra en disposición de acometer esas acciones combativas contra lo que le rodea. Si mira al suelo, nosotros vemos los zapatos; al entrar en casa, el ángulo del plano es más picado de lo normal.

Si nos paramos a pensar, es el suelo lo que muchas veces terminamos mirando a diario cuando tenemos que hacer lo mismo de siempre. Y es algo que cualquiera de nosotros querría cambiar y adoptar distintas percepciones de lo que nos rodea. Eso que queremos cambiar es lo que Mouchette pisotea. En la cinta se repiten las localizaciones por lo menos dos veces, como una vuelta eterna a lo mismo.
Si hubiese que establecer algún tipo de tesis sobre la película sería “La rutina como desgracia”: empieza la narración con una interesante escena de caza furtiva y a partir de aquí la dolorosa rutina para Mouchette, hasta que experimenta ese vívido encuentro con el cazador, para luego volver finalmente a lo de siempre. Lo vital en la niña es la actitud que adopta frente a estas imposiciones que arrastra. Le da igual lo que piensen, ella seguirá tirándoles barro (se aprecia que lo tiene muy medido, pues siempre se coloca en el mismo lugar). Ya no le importa si opinan que es un bicho raro, y también parece darle igual lo que le pueda pasar, como cuando está bajo la lluvia y se mantiene en una calma fuera de lo común, desprovista de cualquier dolor.
Hemos contemplado cómo lleva siendo una desgraciada todo este tiempo, con la duda de si siempre fue así o se ha dado desde que la madre enfermó (estamos ante una historia ya empezada). Por lo pronto, sus gestos y acciones nos dan una idea de lo que pudo ser anteriormente al comienzo de la narración en la película, quizás algo más fuerte que le ha estado sucediendo a lo largo de los años. Pero está claro que no tiene miedo, se acerca al peligro y participa activamente porque quiere un cambio cuanto antes y esto puede darse si consigue cambiar a los que la molestan, o al menos ser ella la que les moleste. A través del diálogo con los demás suelta frases que van directas al grano, diciendo lo que quiere decir; en este sentido, el director también narra lo que quiere aunque tenga que tomarse ciertas licencias (como la mujer aleatoria que le da una ficha para que juegue a los coches). Se encuentra cómoda cuando se acerca a lo prohibido y demuestra que puede sacar partido de los conocimientos que adquirió por obligación. Por ejemplo, le canta tranquilamente la canción de la escuela al furtivo cuando éste tiene un ataque. Ese mostrarse tal como es, se relaciona con el tono naturalista que tiene la película, entendido como interno y expresivo, imágenes que vemos sin filtro y con las que nos identificamos a través de lo sensorial. Encontrar la emoción sin buscarla, como decía Bresson en sus notas.

Para la escena final y siguiendo con ese enunciado de que la rutina puede matar, vemos que ya nada importa para Mouchette. Todos la han infectado y en su último momento parece que sigue siendo una persona mala y sucia a la que no se le puede ayudar. Pero la historia de ‘Mouchette‘ es de Mouchette: ella terminará sus días sin querer desvelarnos nada y el director le ayudará en su cometido creando un final en el que no hay corte, ni siquiera congelación de fotograma (que en todo caso sería lo más parecido al efecto final que vemos en pantalla). El fundido a negro tarda en llegar y se confirma que no hemos estado ante la película realista que parecía ser, evidenciándose la firma del autor.
Aparte de considerarla por momentos como complicada y diferente, es necesaria tenerla en cuenta como espectadores cinéfilos que somos, capaces de disfrutar de las virtudes de todo tipo de cine, ya sea más o menos dinámico según los estándares establecidos.