
Siguiendo con la inercia de este último lustro, Disney ha estrenado otra adaptación al cine de una de sus películas animadas tras ‘Cenicienta’, ‘El Libro de la Selva’ y ‘Dumbo’, entre otras. En este caso se trata de ‘El Rey León‘, una de las joyas de la corona, probablemente la película de animación Disney más querida de toda su historia. Jon Favreau, su director, ha optado por un acercamiento hiperrealista, utilizando la tecnología más avanzada para regalarnos seres vivos y entornos recreados enteramente por ordenador y capaces de engañar al ojo más avispado debido a su exactitud con la realidad.
En su afán por llevar hasta las últimas consecuencias la expresión ‘live-action’ (imagen real), Favreau se ha olvidado de un aspecto esencial: el cine es empatía y emoción. Y cuando tus personajes apenas expresan sentimientos porque te has preocupado demasiado en volverlos realistas, asistes a un festival audiovisual asombroso pero carente de alma, de vida. Esa vida que tanto han querido reproducir. Su éxito ha sido precisamente la causa de su fracaso más absoluto.
Copiar virtudes
‘El Rey León’ es un remake casi literal de la cinta original. Su estructura es igual, los acontecimientos se repiten de la misma manera y mismo orden, y solo en momentos muy puntuales añaden líneas de diálogo nuevas, alargan alguna escena brevemente o la acortan para apoyar al acercamiento realista de la película. Realmente es una sensación alienante. Mientras veía la película en la gran pantalla, asistía a cada escena con un pensamiento que se repetía: “¿Cómo harán esta escena?” Han querido homenajear la película animada de manera tan exacta, que precisamente sus limitaciones en cuanto a realismo se refieren la convierten en una fotocopia desgastada que solo se parece a la original a simple vista. “Yo voy a ser el rey león” no es un número musical enorme con animales subidos unos encima de otros y numerosas partes móviles en pantalla. Son animales paseando mientras “cantan” (ya hablaremos de eso luego) y se dirigen hacia la cámara. Existe una ausencia de vitalidad y energía que son cruciales para que los números musicales cobren vida y funcionen. De nuevo, el acercamiento de la película se carga los objetivos de la misma.
Jon Favreau tiene una actitud reverencial a la película de Roger Allers y Rob Minkoff, así que en muchos momentos copia planos de la original, sobre todo los más icónicos. El resto del tiempo intenta apoyarse en el virtuosismo visual del filme para componer planos que se sientan espectaculares (la estampida, la batalla final), pero también aportar un estilo cercano e incluso intimista en ciertas secuencias. La cámara busca mantenerse cerca de los personajes, pero nunca es suficiente por la falta de emoción que existe en los rostros de los animales. En cuanto la cámara se va a un plano medio o más alejado, parece que estamos viendo un documental de alto presupuesto. El aspecto de los animales tampoco ayuda.
La obsesión de Favreau y su equipo por mostrarnos animales que parezcan reales en todo momento genera un problema en la forma de perfilar los personajes a nivel visual. Los leones y las leonas se parecen mucho entre ellos, y sólo pequeños matices los diferencian. No existe una intención de otorgarles individualidad. De nuevo, el interés casi enfermizo de que parezcan copias digitales de su homólogo real les despoja de personalidad propia. Cuando hay una escena nocturna y no sabes si estás viendo a Nala o a Sarabi en el plano, tienes un problema muy gordo. Solo el personaje de Scar tiene una mínima personalidad en su ‘look’ que lo diferencia del resto. Y es una verdadera lástima, porque habría sido muy sencillo aplicar pequeños detalles en los cuerpos y rostros de los personajes para que dicha individualidad fuera más marcada y clara.

El valle inquietante
El término ‘valle inquietante’ es una hipótesis que afirma que, cuando las réplicas antropomórficas (ya sean robóticas o animadas) se parecen demasiado al ser humano real, el ojo humano lo rechaza. Y creo sinceramente que algo similar ocurre con esta película en ese sentido. Los animales del filme son tan realistas que, en el instante en el que mueven la boca, el cerebro humano lo rechaza porque conoce por experiencia cómo es ese animal en la realidad. Al unir dos conceptos incompatibles, como en este caso que un león pueda mover su boca como un humano para comunicarse verbalmente, nuestro cerebro genera una reacción visceral de rechazo porque lo entiende como falso o irreal. Y esta sensación es la que me ha acompañado durante los 120 minutos de película.
En el fondo, la explicación es sencilla: la película tropieza en un terreno lleno de obstáculos que ella misma se ha puesto sin darse cuenta. Cuando impides que un animal exprese emociones mínimamente complejas en su rostro porque quieres que dicho animal sea lo más realista posible, y al mismo tiempo le otorgas la capacidad de hablar como lo haría un ser humano, estás creando una contradicción en dicho rostro porque a lo expresado vocalmente no le acompañan matices gestuales como la apertura de ojos o el arqueo de una ceja, por poner un par de ejemplos. Y este hecho empeora cuando los animales tienen que expresar sentimientos más sutiles y complejos, como el éxtasis en pleno número musical, la desolación tras la muerte de un ser querido o las dudas morales a la hora de tomar una decisión difícil. Sólo en planos muy específicos (y siendo siempre la excepción, nunca la norma) los personajes muestran un atisbo de emoción, una roca a la que agarrarse en un río de insensibilidad.
Os pongo un ejemplo: ¿recordáis la película ‘De Vuelta a Casa: Un Viaje Increíble’? En ella, un trío de animales se pierden y deben encontrar el camino a casa para volver con sus dueños. La película está protagonizada por tres animales: dos perros y un gato. ¿Por qué esa película funciona tan bien a pesar de su acercamiento poco convencional? Simple: para empezar, los animales no están hechos por ordenador. Al utilizar animales reales, el cerebro mantiene desconectado el interruptor del “valle inquietante” porque sabe que lo que ve existe. Y lo más importante aún: los animales se comportan como animales, y cuando hablan no mueven la boca. Ellos se están comunicando sin necesidad de trucos digitales que les abran y cierren el hocico. La película te dice desde el principio: los animales se entienden entre ellos (como si de telepatía se tratase) porque ellos no verbalizan sus emociones o instintos salvo en momentos puntuales (ladridos, jadeos, maullidos, ronroneos). En ‘El Rey León’, los animales están constantemente verbalizando todo lo que piensan, pero al eliminar o diluir el apartado emocional en pos del realismo, dinamitas el objetivo principal de un largometraje: conectar con el espectador.
‘El Rey León’ es una revolución en los efectos visuales fotorrealistas, una película con un acabado visual increíble, una banda sonora preciosa y desprende devoción absoluta por la película original. Pero un apartado técnico intachable no sirve de nada si la película no emociona, no conecta con el espectador más allá de la nostalgia. El cine es sentimiento. Y yo personalmente no he sentido nada.