
Dos personas encerradas en un diminuto compartimento de una prisión que se extiende hasta donde alcanza la vista. Una plataforma que les proporciona alimento durante un par de minutos al día. Los de arriba, comen. Los de abajo, sobreviven. Esta es la premisa de ‘El hoyo‘, ópera prima del realizador bilbaíno Galder Gaztelu-Urrutia que se hizo con el premio a la Mejor Película en la última edición del Festival de Sitges.
Si atendemos a la ‘línea vertical’ que rige y conecta la estructura de ‘El hoyo’ nos encontraremos con un ya reiterado y machacón discurso de clases que se pierde en los gruesos brochazos que le dan forma. El subrayado vence a la sugerencia y, por momentos que rozan la autoparodia, parece que el filme es consciente de ello: “La panacota es el mensaje”. En este sentido, la obra de Gaztelu-Urrutia reafirma un discurso social que, pese a lo sugerente de la propuesta, se queda en lo superficial.

No obstante, las ‘relaciones horizontales’ del filme demuestran un cuidado por los planos (encerrando a los personajes y abriendo los espacios) y por cómo se relacionan las figuras en un infernal ambiente que aúna el horror, la desesperación y la comedia ácida. Al mismo tiempo, la película no rehúye de la violencia explícita y del claroscuro moral, desplazando así distintas cuestiones éticas al ámbito del espectador. La animalización y corrupción del cuerpo humano. La quijotización de la psique y su posterior fractura. Todo se encuentra bajo la influencia de ‘El hoyo’.
En definitiva, la supervivencia en el hoyo, la filmación de este distópico lugar, y el deterioro físico y mental de sus integrantes destacan por encima de cualquier mensaje. La película, adquirida por Netflix tras su paso por el Festival de Toronto (donde también obtuvo el premio del público dentro de la sección Midnight Madness), apunta a uno de los fenómenos del año.