
En ‘It must be heaven‘ (‘De repente, el paraíso’), el director y protagonista del filme Elia Suleiman calla y mira. Responde con el silencio a lo absurdo. Apenas pronuncia un par de palabras a lo largo del metraje. Observa con una hierática inquietud aquello que le rodea. No emplea una mirada infantil, demasiado pervertida para acoplarse en esta categoría, ni lo pretende. Por momentos, parece como si fuera extranjero incluso en su propio país. Un plano del director, mudo e inmóvil, se confronta con otro plano del espacio que le acoge/expulsa.
¿Qué significa ser extranjero en un mundo que tensiona en ambas direcciones sus fronteras? ¿Eliminar distancias, homogeneizar el mapa, implica aproximar o destruir territorios? Extranjero y extraño, dos palabras unidas por su etimología. “Ex”: fuera, más allá. ¿Es posible, a día de hoy, situarse “fuera” y contemplar desde allí un panorama que tiende a eliminar esas manchas oscuras ocultas en el paisaje? Más bien parece una utopía.

Así lo entiende el cineasta, que viaja a Paris y a Nueva York pero no termina de abandonar Nazaret, su ciudad natal. Calles desérticas que han sido tomadas por el ejército en la capital francesa, neoyorquinos que llevan armas de alto calibre a los supermercados. Suleiman porta consigo el contexto palestino, le es inherente. Los productores de cine le exigen la “gran historia” de su pueblo: su película es rechazada porque no es “lo suficientemente palestina”. Los taxistas de la metrópolis le confieren la condición de una rara avis exótica. La herida que condiciona la lectura. El artista ante el escaparate de feria.
Como apuntaba el director del filme durante su paso por el Festival de Cannes: «Si en mis películas anteriores Palestina podía asemejarse a un microcosmos del mundo, mi nueva película, ‘It Must Be Heaven’, pretende mostrar el mundo como un microcosmos de Palestina». De este modo, Elia Suleiman introduce su “afuera” en esta particular comedia acerca de una comunidad que es incapaz de abandonar.