
Al cine de Éric Rohmer llegué como se llega a la mayor parte de las cosas en la vida: por otra persona.
Cuando empecé la Universidad, una persona de la que entonces yo estaba enamorada me recomendó ‘El amor después del mediodía‘. Y claro, me faltó tiempo para verla y decirle que me había encantado (y era verdad), que me había fascinado tal escena, ese final (con la manida cursilería del enamorado). Lo que entonces yo no sabía, como el niño tampoco puede saber todo lo que le aguarda, es todo lo que vendría después. Las películas, los libros, la música y los autores a los que me llevarían aquellos primeros enamoramientos.
Como escribió Javier Marías en Los enamoramientos, lo que ocurre en las ficciones es lo de menos, «da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta». De lo que pasa en aquella primera película que vi de Éric Rohmer recuerdo poco, y lo mismo me sucede con tantas otras, aunque haya vuelto a ellas varias veces, y a algunas recientemente. Sin embargo, recuerdo bien las reflexiones que estas me han dejado, las cualidades por las que no dejo de volver a ellas, como si de un refugio se tratase, un lugar conocido, pero en el que siempre encuentro nuevas posibilidades, aspectos que tiempo atrás me habían pasado desapercibidos, y que me lleva a otros lugares, pues el cine de Éric Rohmer es un diálogo interminable.

Sus películas son diálogos, cuentos filosóficos sobre los asuntos humanos, sobre el amor, el deseo, la seducción, el azar, la identidad, la libertad, la perdida; sobre el significado de la política, la lealtad, la amistad; la precariedad de la felicidad, el peso de la muerte en la vida, el lenguaje, el arte y la relación entre este y la vida, el sentido de esta, la fe, la inmortalidad del alma, el misticismo y lo sobrenatural, la memoria y el recuerdo; las posibilidades del campo y la ciudad, la experiencia de la vida urbana, las implicaciones de la modernidad; sobre el espacio y el tiempo, las formas a priori de la sensibilidad según el pensamiento de Kant; sobre la afinidad entre estos asuntos y el ciclo de las estaciones. Pero, como toda gran ficción, estas trascienden sus temas. Las películas de Rohmer nos llevan a otras reflexiones, otras ficciones y otros autores, crean una inagotable conversación entre el arte y la vida. Y su valor es independiente de lo que en ellas ocurre.
Me interesan las historias que cuentan los ciclos de Comedias y Proverbios, Cuentos morales o Cuentos de las cuatro estaciones, la literatura y la filosofía que siempre hay en sus ficciones, y me entretienen los enredos amorosos de sus personajes, pero esto son inclinaciones personales, no más.
La manera de narrar estas historias y estos pensamientos es lo que hace de sus películas buenas películas. La sobriedad, la contención, el rigor, la sutileza con la que Rohmer expresa los conceptos. El simbolismo, la riqueza del lenguaje, y la armonía entre el cinematográfico y el literario, sin ostentación ni adornos, sin caer en la narración forzada y pueril. La virtud de crear relatos sencillos (es decir, que carecen de exornación y artificio) pero de insondable profundidad, a través de una cuidada composición. Pues las películas de Rohmer se asemejan a una muñeca rusa, a través de un argumento claro, que se distingue bien, se plantean una serie de situaciones, discusiones, complicaciones y dilemas, que iluminan el mundo interior de los personajes, sus miedos, deseos e ilusiones, sus matices y contradicciones.
La capacidad de captar lo extraordinario de lo ordinario, la poética de lo cotidiano, lo que permanece oculto a los sentidos; de crear una obra original, propia, a partir de lo heredado, de a lo que él se debe. Pues Rohmer no deja de ser otro autor plagiarista, deudor de una concepción primitiva del cine de los hermanos Lumière. Sus películas son un registro de un entorno, un tiempo, sus personajes y sus maneras de estar en el mundo, de enfrentarse a la vida. Y en ellas siempre está presente la idea emersoniana de lo conversacional, de búsqueda de uno mismo y del otro a través de la conversación.
Como sucede con las ficciones que perduran, con aquellas que uno no olvida, una vez terminadas (y no me refiero a la sucesión de hechos y situaciones de la obra), las películas de Éric Rohmer enseñan a mirar. Pues en ellas, como en las de Ozu (por citar solo un ejemplo semejante), casi nada es fortuito, los gestos, las miradas de los personajes, los silencios, las imágenes y objetos que aparecen en una escena, los espacios y los tiempos en los que transcurren, la manera de filmar, el tipo de plano, todo tiene un porqué, todo es parte del lenguaje.
No puedo olvidar los ratos agradables que he pasado con las películas de Rohmer, disfrutando de los entresijos amorosos de sus personajes, reconociéndome en sus disyuntivas, añorando los tiempos que he pasado en París, imaginando mundos que no he vivido, sin esperar nada más, sin analizar toda su profundidad, pues me parece que toda ficción es una forma de entretenimiento. Pero además de la proyección, también me gusta lo que viene después. Como escribió hace un mes Aloma Rodríguez en ‘El Subjetivo’ de The Objective, me agrada «el paseo de después, cuando la película me acompaña y la pienso y dudo sobre lo que me ha parecido en silencio». Con los años, las películas de Rohmer se han convertido en parte de mis compañeras de viaje. A menudo, las recuerdo, regreso a ellas, las vuelvo a reflexionar, y son parte de mis conversaciones con amigos.
Los muertos quedan atrás, es natural que así sea, lo cual no significa que estos se borren de nuestras vidas. Este año se celebra el centenario de su nacimiento y se cumplen diez años de la muerte de Éric Rohmer, y de él nos quedan sus películas. Como en todos los aspectos de la vida, siempre hay preferencias, y con su cine yo tengo las mías, pero eso aquí carece de importancia, pues cada uno tendrá las suyas. Lo importante es que los vivos siempre tendrán a su disposición sus películas (para los vivos a quienes les interesen y mientras lo sean).
Ya no estoy enamorada de la persona que hace algún tiempo me llevó a ellas, como dice el poema de Gil de Biedma, «yo también he cambiado». Sin embargo, estas permanecen en mi vida. Y quizá, de alguna manera, a través de ellas, también los vestigios de aquel enamoramiento. En cualquier caso, gracias por la recomendación.