Con motivo del reciente fallecimiento de la artista María Moreno, tristemente conocida como “la mujer del artista” Antonio López, se antoja necesario dedicar unas palabras a una de sus obras más conocidas. Y no se trata precisamente de una de sus representaciones pictóricas, sino más bien de su participación en la producción de una película que desde su estreno ha dado mucho que hablar, ‘El sol del membrillo‘ (Víctor Erice, 1992). Una pieza audiovisual que entonces se consideró como documental pero que hoy podríamos catalogar como instalación artística, puesto que en ella no se aborda ni mucho menos un apunte biográfico del pintor y carece de una narrativa que ofrezca a los espectadores la dramática de un artista atormentado por conseguir pintar su obra maestra desconocida, como titularía Honoré de Balzac.

Precisamente, porque no cuenta con un argumento per se, esta película es vilipendiada a menudo por el público, etiquetándola de aburrida, castiza y empalagosamente poética. Sin embargo, lo que ocurre en casos similares a éste, póngase por ejemplo las obras de autores tan conocidos como Andrey Tarkovsky o Ingmar Bergman, es que en ninguno de ellos el observador esta preparado para afrontar las horas largas que transcurren en estas cintas porque no estamos habituados a contemplar la representación del tiempo. Acostumbrados al ritmo frenético del cine narrativo, se nos escapa el ejercicio de observar. Observar y pensar, aunque nuestras conclusiones difieran de la opinión general. Como resulta incómodo quemar las neuronas, tachamos enseguida de aburrido lo que no entendemos, lo que nos molesta. Solo, quizás, en este estado de confinamiento, obligados a ralentizar nuestra percepción del paso del tiempo, seamos capaces de comprender qué nos propone Víctor Erice en esta película.

Y es que ‘El sol del membrillo‘, que en un principio no tenía la pretensión de convertirse en una película, sino que se trataba de un ejercicio de acercamiento a un artista rodeado de la mística del realismo mágico, se convirtió de algún modo en el paradigma de la representación del tiempo tridimensional. ¿Qué quiere decir esto? Pues que Erice nos propone a través de estas dos horas y veinte que dura la película, una relación entre tres modos de interpretar el tiempo. En primer lugar, la transmutación de una imagen, en este caso el membrillo, a un lienzo, por parte de Antonio López, a lo largo de unos meses. Téngase en cuenta que el membrillo adquiere una dimensión muy poderosa en el momento en que el pintor sitúa el caballete junto a él, puesto que deja de ser un mero ser vivo para alcanzar una validez holística como Membrillo. Sin embargo, una vez que desaparece el artista, el membrillo ya pasa a ser un simple árbol, recupera su condición original.

Por otra parte, en ‘El sol del membrillo’, Antonio López lucha inevitablemente con el paso del tiempo y, aunque sabe que será imposible terminar la obra a tiempo, permanece junto al árbol para contemplar su transformación, su ciclo vital. “Me lanzo a una aventura imposible Lo que me apasiona es estar junto a la naturaleza”.

Precisamente el tiempo es una de las características fundamentales que definen la obra del artista manchego. Antonio López es igual a tiempo, en presencia o en ausencia. Su obra más conocida, a parte de su jocoso retrato inacabado de la familia real, es la Gran Vía, donde describe en ella precisamente la ausencia de un tiempo donde no se ve ni se escucha la realidad, sino que evidencia la propia ciudad de Madrid, pero eliminando de su avenida el tránsito de la vida.

En segundo lugar, se transmite la dimensionalidad del tiempo a través de la mirada del director, Víctor Erice. La cámara, extensión de sus ojos, retratan su interés por pintar su propio membrillo. Una de las preocupaciones del director durante el rodaje fue la de captar qué ocurre con el fruto, dado que el árbol es uno de los protagonistas. Precisamente, cuando Antonio López fracasa en su intento por pintarlo, el cineasta finaliza la película. Eso sí, no sin antes hacer un pequeño homenaje al árbol, situando la cámara junto a él para devolviéndole su condición natural de ser vivo y no de modelo idealizado.

Y en último lugar, el tiempo alcanza su tercera dimensionalidad cuando los espectadores nos situamos frente al televisor y dedicamos precisamente un trocito de nuestra vida a observar este membrillo. Podría parecer ésta una mera reflexión pseudointelectual pero no sería mencionada si Erice no estuviese señalándonos a nosotros, los espectadores, cuando nos espía a través de la ventana, ya al anochecer, iluminados con la única luz que somos capaces de soportar a esas horas, la emitida por nuestras pantallas. Cuántas horas dedicamos al cabo del día a consumir representaciones ideales de la realidad y qué poco tiempo invertimos en observar la misma, ¿no es cierto?

La luz es otro pilar fundamental de la obra de Antonio López y, por ende, de la película. La ejecución de la pintura-película se realiza durante el veranillo de San Miguel, en otoño, cuando la luz alcanza a irradiar en los objetos con ese dorado que convierte al membrillo en un sol. Una luz que esta irremediablemente ligada al paso del tiempo porque la perdurabilidad del acto pictórico está limitada a ese poco tiempo que tiene el artista por captar la luz que emana de los objetos.

El sueño que narra Antonio López al final de la película completa esta explicación sobre su interés por captar esa luz, ese sol que irradia al membrillo. Una luz que busca inevitablemente cada vez que intenta pintar el membrillo. Por este motivo, como confiesa Antonio López, todos los lienzos que hizo a este membrillo a lo largo de su vida fueron meros dibujos, bocetos de artista, porque sabe que al final no puede luchar contra ese intento fallido de captar la luz. “Nunca hago bocetos, incluso cuando tenía claro lo que quería pintar, el cuadro es, en un primer momento, el propio boceto”.

E inevitablemente, de esta relación luz y tiempo, pueden extraerse por último varias metáforas, vinculados al tránsito de la vida a la muerte y su renacer: la madurez y la podredumbre del fruto, el nacimiento y fracaso del cuadro, o el amanecer y el anochecer con el que comienza y termina la película.

Por este motivo, si se hacen el favor de dedicarle una oportunidad a esta instalación del tiempo, recuerden los versos que García Lorca dedicó en su día al poeta Gerardo Diego: “Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”, porque no todo tiene afán de ser acabado, por mucho que nos empeñemos en ponerse a todo un final.

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