
Tomar una fotografía implica arrebatar un pedazo de realidad y guardarlo bajo las capas de una imagen. A finales del siglo XIX, la pesadez y el tiempo kairológico de la cámara fotográfica arcaica le negaba al dispositivo el instante concreto de la actual maquinaria cinema(foto)gráfica. La escena era sustituida por una puesta en escena, llevada a cabo por el camarógrafo, espacio en el que serán depositados los deseos y fetiches de aquel que se oculta en la oscuridad en busca de la luz. La fotografía primitiva, por lo tanto, impone al ojo una nueva codificación de naturaleza (todavía) muerta. Actúa, para aquellos que podían permitirse este tipo de retratos, de igual forma que los fuegos que iluminan la noche en la propiedad donde transcurre la historia. La antorcha únicamente trae a la vista una determinada porción del cuadro.
En ‘Blanco en blanco‘, largometraje dirigido por Théo Court que se hizo con el galardón a la mejor dirección de la Sección Orizzonti en la última edición del Festival de Venecia, Pedro (Alfredo Castro) accede a retratar el matrimonio de un poderoso terrateniente con una muchacha menor de edad. Aquel que sufraga el retrato, como ya he expuesto en el primer párrafo, construye su historia. Las fotografías costumbristas ocultan aquí otra serie de imágenes condenadas a la clandestinidad: las del genocidio contra la población indígena y la violencia contra la mujer en el mundo rural. La película de Court habrá de llevar a cabo la ardua labor de traerlas a un primer término.

No ha de sorprendernos, por lo tanto, que Pedro se sienta tan atraído por el grupo de cazadores furtivos que pueblan la Tierra del Fuego: disparan y provocan la quietud en aquello que alcanzan. Disparo del cañón, disparo de la cámara. Esta particular cabeza (bicéfala) de Medusa construida por Théo Court se deja engatusar, no obstante, por un virtuosismo en el que entran en conflicto idea y forma.