El Festival de Sevilla 2020 continúa su curso tras los cambios de horarios implantados tras las nuevas restricciones aplicadas por la Junta de Andalucía en respuesta al avance de la pandemia en las últimas semanas. Con el último pase del día acabando al límite de las seis de la tarde que marca la normativa, llegan a esta edición algunas de las grandes esperadas, así como varias sorpresas positivas a modo de antídoto y bálsamo de confianza para la recta final. Con la vista ya puesto por muchos en esas cábalas sobre el posible palmarés y las últimas obras de sección oficial presentando su candidatura al Giraldillo de Oro, las opciones van quedando cada vez más enmarcadas, con cintas como ‘Malmkrog’ o ‘Gagarine’ apuntando hacia la categoría principal, y otras como ‘Ammonite’ atacando por la vía de lo actoral.

Malmkrog (Rumanía). Dir. Cristi Puiu

Después de brindarnos la extraordinaria e irónicamente divertida ‘Sieranevada‘ hace cuatro años, el rumano Cristi Puiu vuelve a Sevilla para presentar su nueva obra, una mastodóntica y por momentos casi indigerible obra hilada a través de los diálogos incesantes entre cinco personajes reunidos en una cena invernal organizada por uno de ellos. Con un aristócrata, un político, una condesa, un general y su esposa como protagonistas, las tres horas y veinte minutos de película se convertirán en un toma y daca ideológico donde se tocarán temas como la religión, el progreso social, la moralidad, la guerra, el bien y el mal, la filosofía, la historia, el sentimiento europeo o la autoridad.

Radicalmente tensa en la aparente calma y tolerancia expuesta entre los cinco personajes a lo largo de la obra, es precisamente el sarcasmo de disfrutar viendo charlar sobre los problemas del mundo y sus soluciones posibles a cinco individuos absolutamente privilegiados y desconectados del mundo real de la época, lo que convierte a ‘Malmkrog’ en una delicia del diálogo, la retórica y la anticipación histórica.

Con una puesta en escena milimetrada que vuelve a poner de manifiesto la calidad artística de Puiu como arquitecto del diálogo, el conflicto verbal y su traslación a lo visual, la cinta por momentos es la prueba palpable de ese dicho de que en el noventa por ciento de las discusiones nadie cambia su opinión. Aquí, esa máxima queda patente desde el primer minuto, con cinco seres a cada cual más singular, que se dedican a escuchar con la vista ya puesta en qué responder para quedar por encima, y sin la más mínima intención de establecer una cierta escucha formativa.

A través no solo del guion sino también de la dirección interpretativa y la composición de planos, Puiu exprime y satisface toda la diversión posible de la contraposición entre los múltiples puntos de vista presentes, jugando incluso con lo irreal en ciertos puntos del metraje para enfatizar esa desconexión humana de los personajes, colocados como dioses en el Olimpo de esa mansión donde nada ni nadie les interrumpe el gozo que les supone un diálogo sin consecuencias.

Mucho menos accesible que su anterior obra, ‘Sieranevada’, por lo asfixiante, filosófico y elitista de las conversaciones que articula Puiu desde el guion, Malmkrog forma parte de esas películas divisivas entre quienes la aman y quienes no aguantan ni un minuto de su esnobismo. Quizás la mejor herramienta que se puede otorgar al espectador para ser capaces de descifrar y soportar su extensa duración, quién sabe incluso si hasta para acabar disfrutándola, es la de mirarla con los ojos de quien disfruta viendo el fuego, conscientes de la capacidad de destrucción que contiene en su esencia pero también de lo divertido y adictivo que acaba siendo el ver las llamas en constante movimiento, todas intentando arder un poco más alto que la anterior. Porque entre esta obra y esos reality shows donde los participantes se ponen a parir unos a otros con total libertad, la única diferencia es la elegancia, la contención y el nivel de educación recibida por los participantes.

‘Malmkrog’ es una cinta de esas que consagra a su autor como maestro en su disciplina, con los diálogos, el discurso sociopolítico y la teatral puesta en escena como buques insignia de Cristi Puiu. Un tipo al que cuando entras a verle, ya sabes que te va a diseccionar la sociedad con la precisión de un cirujano, parlamentando y explicando siempre el presente, sin importar siquiera la época en la que decida ubicar su narración.

Petite Fille (Francia). Dir. Sébastien Lifshitz

Pocos adjetivos más estúpidos y superfluos existen para una obra que esos de “necesario” e “importante”. Sin embargo, pocas películas tienen el mensaje, la ternura, la humanidad, la emoción, la empatía, la urgencia y la honestidad de ‘Petite Fille‘. Por tanto, pocas cintas merecerán tanto que gastemos orgullosamente y sin ningún reparo esos dos adjetivos mencionados anteriormente.

El documental francés, dirigido por Sébastien Lifshitz y estrenado en la pasada Berlinale, nos coloca tras la pista de Sasha, una niña de siete años diagnosticada con disforia de género, tras crecer en el cuerpo de un niño desde su nacimiento. Debidamente enfocada desde el cercano ámbito social que la rodea, con sus padres y hermanos acompañándola en el centro de la narración, la cinta nos muestra esos primeros encontronazos de la pequeña con el rechazo, llegado principalmente aquí desde el ámbito educativo, con una escuela donde varios compañeros, algunos profesores, e incluso la propia directiva del centro, le deniegan el derecho a vestirse como la niña que es.

A lo largo del año que recorre el documental, somos partícipes del día a día de Sasha, con sus clases de ballet, sus primeras visitas a terapia tras ser diagnosticada y la relación con sus hermanos. Desoladoramente emocional resulta presenciar la dulzura, la comprensión y el cariño incondicional con que sus dos hermanos mayores reconocen, apoyan y defienden la identidad de Sasha, abrazando sin reparos ese ligero desequilibrio de atención que reciben por parte de sus padres en favor del bienestar de la pequeña.

Pero sin lugar a dudas, la más rompedora de todas las visiones que se nos presentan es esa que nos acerca a la madre de Sasha, quien desde el inicio nos regala un pequeño ejercicio de memoria, contando su inicial desconocimiento sobre la situación de Sasha, dudosos de si era una fase pasajera propia de la infancia o algo realmente serio. Una posición que, una vez expuesta, no hace sino amplificar la sintonía del espectador con esa familia, regalándonos poco a poco múltiples instantes de felicidad y esperanza junto a ellos al ver cómo Sasha da pasos pequeños pero de una incalculable relevancia en su evolución. Con el valor, la inocencia y la sinceridad por bandera, y con una emoción e inocencia que ilumina la pantalla en cada ligera muestra de contención y madurez con sus sentimientos; la vemos comprarse el primer bikini, ponerse una una falda para ir al colegio, o viajar a la playa con su familia.

Perjudicada por una dirección menos virtuosa, hábil y controlada de lo que Sasha y todos los participantes merecen, visto lo que aportan con su naturalidad a la propuesta; uno de los aspectos más llamativos de la obra en el contexto de su estreno en este Festival de Sevilla 2020 es la conexión directa con una película presentada también aquí hace tan solo dos años, ‘Girl‘ de Lukas Dhont, donde vivíamos a través de la ficción una etapa mucho más avanzada de esta misma transición sobre la que ‘Petite Fille’ nos instruye en sus primeras fases.

Una muestra más de que el documental y la ficción, a veces, pueden formar un tándem magnífico como herramienta educativa y como maquinaria de pura tolerancia hacia todas esas identidades y minorías que conforme avanza la sociedad, ocupan un lugar cada vez más notorio.

Gagarine (Francia). Dir. Fanny Liatard, Jérémy Trouihl

Hay propuestas que, una vez leídas sus sinopsis, no hay ni un solo humano en la Tierra que sepa por dónde te van a salir. ‘Gagarine‘ es una de ellas. Pero aquí sí hay dos personas muy conscientes de la bomba de relojería que tienen entre manos, y esas dos personas son la pareja que se sienta en la silla de dirección: Fanny Liatard y Jérémy Trouihl.

Construida a medias entre el clásico viaje del héroe, con toques fantásticos y de ciencia ficción, y el cine de denuncia social abiertamente realista desde su crudeza, ‘Gagarine’ sigue a Yuri, un joven del extrarradio parisino que habita un bloque de viviendas sociales que amenaza con ser derribado por las autoridades. Por ello, Yuri no duda en atrincherarse en el edificio, distanciándose cada vez más del entorno que le rodea para acabar siendo el guardián de un espacio ya deshabitado que él se niega a abandonar. A su lado, Diana, una joven rumana tan pura y tolerante en sus actitudes como Yuri, que en cada escena compartida saca el lado más humano y tierno del chico, sacándole de esa soledad de corte fantasioso que parece estar nublándole la vista en esa ambición por defender su hogar, haciéndole así ver el mundo desde una perspectiva más amplia y con una cierta distancia que le acerca a esa crueldad desoladora de la realidad.

Compuesto con esa pureza y esa inocencia tan poco utilizada en el cine cuando se tiende a tratar con los barrios marginales y las clases más desfavorecidas como centro de los relatos, es la absoluta confianza de Yuri para continuar su camino del héroe durante toda la obra la que nos acerca sin reparos a su figura y su sueño, empatizando y viendo en su ausencia total de conflictos éticos o utilización de la violencia (otro punto lamentablemente habitual al narrar historias de adolescentes en los suburbios) en sus métodos para persistir una demostración de valores y valentía. Un orgullo de clase que no puede ser más político en su fondo.

Porque es ahí donde reside el éxito de ‘Gagarine’, en ser una película política hasta las trancas, llevando por bandera ese mensaje de que el cine (y la cultura) será político o no será. Sin embargo, pocas mezclas resultan tan placenteras como las que generan el cine social y el cine de género, en este caso de ciencia ficción anclada en su vertiente más espacial y soñadora. Repleta de guiños a muchos hitos tanto reales como ficcionales, desde el nombre del edificio donde vive el protagonista, la Cité Gagarine de París, hasta su nombre, Yuri, como el astronauta soviético que inauguró el edificio tras su construcción, pasando por esa perra Laika que se pasea libremente por el barrio o las consecuentes metáforas visuales con el espacio; la película es un homenaje a todos los clásicos del género, de ‘2001’ a ‘Encuentros en la Tercera Fase’ e incluso a otras obras mucho más contemporáneas como puedan ser ‘Gravity’ o ‘First Man‘.

Sin embargo, si cabe vincular la obra a otras películas, no es a ninguna de ellas a quien les debe la mayor conexión emocional y estructural, estando mucho más cerca de películas como ‘Jupiter’s Moon‘ de Kornél Mundruczó (seguimos sin perdonar que su nueva obra no haya sido programada en esta edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla), con la que la conecta su pericia para equilibrar la realidad y acabar sentenciando en pura fantasía de género; ‘Lazzaro Feliz’ de Alice Rohrwacher en su capacidad de plantear un personaje de semejante candor e incorruptibilidad; o a la brasileña ‘Ciudad de Dios’ en su destreza para llevar el esfuerzo de las clases bajas a la pantalla a través de una narrativa audiovisual que la convierte en potencial cine de masas.

Y es que tras ver ‘Gagarine’, no cabe duda que la carrera de sus directores es una de esas que van a ser catapultadas a la órbita de Hollywood gracias a la técnica y el ingenio evidenciados en la cinta, convirtiendo algo tan sensible y complejo como el cine social y político en una aventura de lo más comercial y digerible para el espectador gracias a esa utilización del género como disfraz. Una película donde todo funciona, desde la sensibilidad y el cariño con que se trata a sus protagonista hasta la mirada que se hace de los espacios y las comunidades como esencia para la vida en sociedad, pasando por el emocionante, sobrio y químico trabajo de su reparto o el desempeño sonoro de ensoñación liderado por Margot Testemale y Dana Farzanehpour.

Una oda apasionante, emotiva y sentimental a la lucha de las clases humildes por defender sus derechos, y un alegato a la utilización del espacio como metáfora sobre los sueños. Porque desde la humildad de los barrios también se puede apuntar a las estrellas. Si ‘Gagarine’ acaba llevándose el Giraldillo de Oro, algo improbable pero no imposible, o algún premio importante, ahí apunta con su dirección, recuerden que aquí la defendimos primero.

Ammonite (Reino Unido). Dir. Francis Lee

Estrenada en el pasado Festival de Toronto y avalada con el sello de Cannes 2020, uno de los múltiples festivales que tuvieron que cancelar su edición debido a la pandemia, la nueva película de Francis Lee llegaba a la Sección Oficial del Festival de Sevilla 2020 con la promesa de ser quizás esa gran obra que todos los años sobresale en la programación. El motivo esta vez quedaba más que claro: Kate Winslet y Saoirse Ronan, probablemente las dos mejores actrices de sus respectivas generaciones. La incógnita venía desde la silla de dirección, con un ya viejo conocido del SEFF, habiendo presentado aquí hace tres años su ópera prima, ‘Tierra de Dios’, alabada por muchos y voluntariamente olvidada por otros.

Ambientada en la Inglaterra del siglo XIX, ‘Ammonite‘ nos presenta la relación entre Mary Anning, una aclamada paleontóloga ahora relegada a vender fósiles a los turistas que visitan la costa, y Charlotte Murchison, una joven casada que sufre de melancolía tras una tragedia personal. Incapaz de sacar a su esposa de ese estado psicológico en que se encuentra, y en mitad de su estancia en la costa durante un viaje por Europa, el marido ofrece el cuidado de su esposa a Mary, con la esperanza de que el aire y la cercanía con el mar la ayuden a sanar todas esas heridas invisibles que no muestran cicatriz.

Decididamente intimista desde el principio, la cinta de Francis Lee nos vincula inevitablemente al personaje de una Mary siempre en diálogo interno consigo misma, contenida, callada, recelosa del contacto humano y vulnerablemente dedicada a su trabajo diario en la playa, buscando rocas y fósiles. Es ese tacto, ya presente en la fisicalidad de sus labores, el que nos irá mostrando visualmente esa transición personal desde su soledad hacia la cercanía con Charlotte, mucho más dispuesta a lo social y a la conexión. Junto a esas manos, los pies descalzos en la playa, las telas gastadas y los vestidos sedosos que tan háptica vuelven la imagen; son las miradas las que ocupan el otro eje central del acercamiento, apoyándose el montaje en ellas para construir un ritmo interno de la obra que anticipa progresivamente ese volcán aún por erupcionar.

En algo que no resulta sorprendente a estas alturas de su carrera, el trabajo interpretativo de Kate Winslet sí que asombra aquí por su contención, edificando un personaje de los más indescifrables e interiorizados que se le recuerdan, profundamente anclado en una pena escondida e incapaz de ser derribada, con aires de nostalgia y una angustia contenida incluso en los momentos de felicidad, provocando en el espectador una compasión infinita hacia ella, conscientes en cada gesto de que su tristeza parece ser indivisible de su persona. Si una de las cosas más fascinantes y humanas del cine es ver la forma en que lloran las personas, aquí a la Mary que construye Winslet no le hacen falta sollozos ni lágrimas para clavar en nuestros oídos un llanto seco y ensordecedor con cada golpe que le asesta el guión. Candidata a todos los premios posibles, y siempre con los Oscars en el horizonte, no sería ninguna sorpresa verla desde este mismo fin de semana en el palmarés del festival.

Frente a ella, una Saoirse Ronan nuevamente sobresaliente, repleta de dolor, inseguridad y tristeza en su presentación, y mucho más errática, emocional, agitada y pasional conforme se suceden las secuencias. Una construcción de personaje extraordinaria en su flexibilidad, contrapuesta a esa sensibilidad estática de Winslet, que sin embargo se ve lastrada inexplicablemente en un último acto donde Francis Lee desdibuja por completo desde el guión toda la complejidad, la delicadeza, la comprensión y la dulzura de la relación levantada entre ambas, para presentar a una Ronan caprichosa y juvenil, totalmente alejada del personaje visto durante el resto de la obra.

Comparada incesantemente con ‘Retrato de una Mujer en Llamas’ de Céline Sciamma, estrenada hace tan solo un año, la realidad es que pese a que sus coincidencias más palpables sean la cercanía temporal, la ambientación costera y la temática lésbica; sí que hay ligeras razones para trazar líneas comunes entre ambas, tanto en lo que afecta a ciertas escenas (ese piano, esos dibujos a mano alzada, esos planos compartidos frente a las olas, esa presencia de lo museístico o ese fuego candente de las velas) como en el peso narrativo de lo corporal, lo sensitivo y lo táctil para su apartado visual.

Sin embargo, ‘Ammonite’ es claramente una película menos comercial y digerible, aunque lo mainstream de su reparto pueda inducir a confusión. Estos personajes, a diferencia de los que presentaba Sciamma, están mucho más rotos, más golpeados y más desgastados. Son figuras, especialmente la protagonista, cuyo viaje no resulta fácil, dulce o romántico de ver. ‘Ammonite’ puede estar más cerca verdaderamente, en el poso emocional y su trazo de los sentimientos, de obras como ‘Blue Valentine’ de Derek Cianfrance, ‘Melancholia’ de Lars Von Trier, ‘Like Crazy’ de Drake Doremus o ‘Manchester frente al mar’ de Kenneth Lonergan; que de la cinta francesa protagonizada por Adèle Haenel y Noémie Merlant.

En gran medida lastrada por el guion en su recta final, y para nada por esa frialdad que muchos le achacan, puesto que esto Francis Lee sí lo consigue equilibrar a su favor desde una dirección firme, cruda y clásica, con la inconmensurable ayuda de Kate Winslet, Saoirse Ronan y la dirección de fotografía cercana, frágil y vulnerable de Stéphene Fontaine (maestro ya en esto de escenificar el dolor interno y solitario de la humanidad tras ‘Jackie’ de Pablo Larraín); ‘Ammonite’ no cumple del todo con la alta expectación que generaban los nombres implicados en el proyecto, dejando una obra menos redonda de lo deseable, pero notabilísima durante la inmensa mayoría de su metraje.

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