
En cierta escena de ‘Mank’, la esperada y postergada nueva película de David Fincher para Netflix, el personaje que da nombre al filme dice que no se puede reflejar la vida entera de un hombre en solo dos horas; que únicamente se puede aspirar a intentar ofrecer una impresión acerca de ella. En su caso se refería al intento de adaptación de la vida de William Randolph Hearst, uno de los personajes más poderosos de la época bajo el seudónimo de Charles Foster Kane. En el caso de Fincher, por consiguiente, se trata del retrato de Herman J. Mankiewicz, el guionista de la célebre ‘Ciudadano Kane‘ (Orson Welles, 1941).
El argumento metaficcional que envuelve la cinta es punto de partida para maravillar a según qué sectores de la crítica, pero, al igual que Mank en la vida de Hearst, hay que hurgar un poco más allá. Cuando me enteré de que David Fincher, uno de mis cineastas favoritos desde mis primeros escarceos cinéfilos, iba a dirigir una película para Netflix tuve sentimientos encontrados. Por un lado, se trataba de una buena noticia; al fin y al cabo el director de Denver (Colorado) llevaba desde 2014 sin dirigir un largometraje. Por otro, el estreno tenía lugar en una plataforma digital cuyos productos casi ninguna vez han llegado a satisfacerme por completo.
Durante ese tiempo no estuvo de brazos cruzados, estuvo implicado de manera directa en la evolución y desarrollo de ‘Mindhunter’ (Joe Penhall, 2017). El escollo radica en que la televisión –entendiendo esta como aquella que a día de hoy se distribuye a través de plataformas digitales– reducía en gran medida los estilemas formales del cineasta (es normal, el cine, por lo general, cuenta con un mayor despliegue de medios). Y no solo eso, sino que los directores que rellenaban la plantilla y que, teóricamente, tenían que seguir el mismo patrón visual instaurado por Fincher en los primeros episodios, eran más ambiciosos que su referente. No me tiembla el pulso al escribir que sus capítulos de la segunda temporada acusan de un doloroso automatismo teniendo en cuenta su personalidad obsesiva por cualquier detalle.
Tampoco me parece una casualidad. De un tiempo a esta parte ciertos cinéfilos y críticos se han preocupado por ver el catálogo de Netflix como un conjunto homogéneo. Diferentes podcasts como Perros Verdes o A Quemarropa han tratado lo que han dado en denominar “la imagen-nada de Netflix”. Con esto se refieren (y pido disculpas por algún error que pueda enunciar) a que las series –más bien productos– de esta plataforma digital no tienen nada que los diferencie a los unos de los otros: todos utilizan los mismos colores, la misma (y vacía) planificación, las mismas cámaras, etc. Lo que interesa es crear una imagen de marca: que el espectador sepa con tan solo echar un somero vistazo a qué cadena pertenece lo que está viendo en pantalla. Que ciertas obras compartan similitudes al estar producidas por una misma productora es, sin duda, normal; el problema radica cuando la misma institución financiera contrata a cineastas de renombre y el resultado no se diferencia en demasía del resto.
Hace un mes que Desirée de Fez publicaba una columna en la que se preguntaba el porqué de que en los carteles de las producciones de Netflix los nombres de los directores estuvieran escondidos; que por qué había que buscarlos con la ayuda de una lupa, refiriéndose a ‘Mank’ y a ‘Estoy pensando en dejarlo’ (2020) de Charlie Kaufman. La respuesta es que no les interesa un contenido que pueda enriquecer su plataforma, sino tan solo el reconocimiento de los mismos en el canon actual de cara a catapultarse a festivales y ganar reconocimiento, como sucedió con ‘Roma’ (2018) de Alfonso Cuarón. Pero, ¿de qué sirve todo eso cuando, a la postre, el filme en cuestión pasa en la fase final de la (post)producción por un etalonaje que hace que la integridad de películas de Netflix luzca igual?

Tampoco demos lugar a engaño. En ‘Mank’ encontramos las características formales y temáticas del cine fincheriano: las composiciones grandilocuentes (préstese atención a las escenas que tienen cabida en la mansión de Hearst), la utilización de una cámara que sigue de manera obsesiva cualquier nimio desplazamiento de los personajes, la robustez y precisión en el retrato de los planos detalle… Me atrevería a decir, incluso, que la escena donde el propio Mankiewicz se encuentra a la espera del recuento de votos de las elecciones, juega a releer las secuencias de montaje habituales del cine clásico. Y, en lo temático, siendo igualmente muy reduccionista, nos encontramos una vez más de bruces con el lado oscuro del ser humano, encarnado en esta ocasión por los magnates de la industria cinematográfica de la época.
El problema es que los estilemas formales, como ya anticipé más arriba, se encuentran reducidos a una forma mínima que al aquí firmante le choca con la personalidad obsesiva del cineasta en cuestión. ‘Mank’, en cuanto a dirección se refiere, se parece más a un episodio de dos horas de duración de una serie de Fincher que a cualquiera de sus largometrajes anteriores; su puesta en forma se antoja acomodada. Quizá es que a las producciones de Netflix el término ‘película’ les quede demasiado grande y deberíamos de hablar de ellas como una suerte de mutación del telefilme contemporáneo. A fin de cuentas, se inscribe en una plataforma que es denominada como la nueva televisión.
El paroxismo estalla cuando el director de ‘Zodiac’ (2007), una obra maestra que se acercaba al cine de los 70 norteamericano con gran acierto y respeto, decide “emular” con estrepitoso fracaso la estética del cine clásico reduciéndola al blanco y negro, un sonido degradado y las quemaduras de cigarrillo (cue mark) que tenían cabida en la imagen cuando se cambiaba de rollo en las proyecciones tradicionales, tal y como nos había enseñado el Tyler Durden de ‘El club de la lucha’ (1999). Pareciera que el filme en que Robert Graysmith echaba su vida a perder por desentrañar la identidad del asesino del Zodiaco estuviera dirigida por otra persona totalmente diferente.
En cierto momento, un personaje detestable dice que la magia del cine se basa en que el espectador, al pagar una entrada, no obtiene más beneficio que un recuerdo mientras que la posesión del objeto-película le sigue perteneciendo al productor, quien podrá seguir explotándolo y explotándolo. Es curiosa la paradoja de comentario metaficcional que se crea aquí: qué le importa al productor(a) lo mucho que una película le pueda gustar a alguien y lo hondo que esta pueda calar en su interior, cuando en la realidad jurídica la obra siempre le pertenecerá a él(ella), quien podrá espolearla hasta la saciedad beneficiándose gracias a ello, ya que es lo único que le importa. Empero, el retal que ‘Mank’ ha dejado en mi memoria no es halagüeño, y no puedo más que llevarme las manos a la cabeza al imaginarme lo que hubiera sido del potencial de Fincher hasta que recuerdo que acaba de firmar un contrato de cuatro años con Netflix.