
Situaciones que giran alrededor del mundo del hampa, de los delitos y los asesinatos. Personajes de índole criminal, detectives privados, policías de moral dudosa, mujeres tan atractivas como letales, magnates poderosos con vicios ocultos, forajidos; estos son algunos de los muchos seres cínicos, desilusionados y corruptos que hacen parte de uno de los géneros más apasionantes del séptimo arte: el cine negro. Esta clase de películas son fruto de la novela negra, de un contexto social especial y de un momento histórico particular; sus historias están íntimamente ligadas al entorno político, económico, cultural y social, y se ha utilizado como herramienta para reflejar distintas situaciones en innumerables ámbitos.
Mientras unos se atreven a decir que murió en 1960, otros lo rebautizaron a partir de 1970 como neonoir; algunos, por el contrario, sostienen que aún sigue vivo, adaptándose a los tiempos, saltando de un lado a otro bajo la sombra del thriller, del western, de la ciencia ficción, entre otros, apegándose aún más a la frase la cual sostiene que los géneros son híbridos, y hoy en día mucho más. Independientemente de la discusión, lo cierto es que el cine negro, etiqueta asignada por el crítico Nino Frank, ha traspasado fronteras, ha hablado distintos idiomas y ha retratado diferentes crisis nacionales e internacionales desde su aparición en varias películas seminales americanas, europeas y asiáticas. Asimismo, les abrió las puertas a nuevos directores, muchos de ellos europeos, y marcó un nuevo estilo visual y narrativo a la hora de hacer películas. A continuación, se repasan unas cuantas películas que hacen parte del llamado periodo clásico del cine negro.
El halcón maltés (John Huston, 1941)
La tercera adaptación de la obra de Dashiell Hammett fue la vencida. Apegada casi un cien por ciento a la novela, el debut en la dirección de John Huston marcó el inicio de una serie de películas sobre el mundo criminal y es considerada como una de las obras inaugurales del cine negro al introducir a dos de los arquetipos que continuarían siendo pieza fundamental y que caracterizarían de ahí en adelante gran parte el género: la mujer fatal, Brigid O´Shaughnessy (Mary Astor); y el detective privado, Sam Spade (Humphrey Bogart). Ella, una mujer que utiliza no solo su inteligencia, sino su cuerpo y su atractivo físico para seducir a los hombres, convirtiéndose en la mejor arma para conseguir sus objetivos sin muchas veces interesarle las consecuencias. Él, por su parte, un hombre solitario, amargado, atado a un pasado comprometedor, dueño de un presente violento y con un futuro poco promisorio. Un individuo amoral, lleno de contradicciones, cínico; con abrigo, sombrero y cigarrillo como extensiones de su cuerpo.
La búsqueda de una preciada estatuilla, con muchas joyas incrustadas y que da nombre al título de la película, es el entramado perfecto para mostrar como Sam Spade, investigador privado con oficina y secretaria, se convierte en un títere de varios delincuentes y de una mujer que, aprovechándose de este, lo van llevando de un lado a otro, en medio de una serie de asesinatos, mentiras, trampas, chantajes y ambigüedades entre unos y otros, buscando a toda costa y, sin importar a quien se lleven por delante, reflejando una doble moral y la falta de cualquier clase de sentimiento, el Halcón Maltés, aquella pieza que está fabricada con el material del cual están hechos los sueños.
Laura (Otto Preminger, 1944)
Basada en un relato de Vera Caspary, esta película cuenta la investigación del asesinato de una mujer, aparentemente Laura (Gene Tierney), a través de los ojos del periodista Waldo Lydecker (Clifton Webb), quien la fue moldeando para convertirla en su objeto de deseo. A los múltiples sospechosos que van apareciendo se suma la llegada del teniente McPherson (Dana Andrews) quien poco a poco se va enamorando de la misteriosa y enigmática figura de Laura, quien con su sorpresiva aparición aumenta aún más las preguntas, dejando en el aire la posibilidad de que ella no fue la víctima del asesinato, algo que complica aún más la trama.
La película de Preminger, cuya secuencia inicial abre con una cámara que viaja alrededor del apartamento de Lydecker, sugiriendo una especie de narcisismo de la élite neoyorquina, está contada en dos partes, casi como si fueran dos relatos independientes que desembocan en uno solo. Los objetos tienen una relevancia importante debido a que por medio de estos se conocen a los personajes y establece una relación entre ellos tal y como sucede con el cuadro de Laura en la sala, el reloj de pared, o los pañuelos y el perfume que hacen que el teniente McPherson se enamore de quien da vida al título de la historia. Apoyada por varios flashbacks, fundidos a negros y triángulos amorosos, algo que se convierte en un sello característico del género, esta película se transforma en uno de los primeros noirs que combinan el misterio y el asesinato gracias a una mujer fatal mitad real, mitad sueño.
Perdición (Billy Wilder, 1944)
Un vendedor de seguros, Walter Nef (Fred McMurray), se alía con una seductora y atractiva mujer casada, Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck), con el fin de asesinar al marido de ella y cobrar así un cuantioso seguro de vida. Luego de lograrlo, Nef se da cuenta de que ha sido utilizado por Dietrichson por lo que, a manera de redención, le confiesa a su amigo y compañero de trabajo Barton Keyes (Edward G. Robinson), los pormenores de todo lo sucedido. McMurray, Stanwyck y Robinson son los protagonistas de una historia donde la ambición de cometer el crimen perfecto, el deseo individual, la codicia por el dinero, la mentira y el no existir sitio para la salvación son solo algunos de los elementos retratados en una película dividida en tres partes y que hace uso de la voz en off y del fuera de campo para complementar de una manera magistral el relato en el cual el espectador se convierte en cómplice de asesinato.
Aparte de la inteligencia de Keyes para resolver los misterios relacionados con las muertes y el cobro de los seguros, cabe destacar a Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck) quien con sus gafas oscuras, su pañoleta en el pelo y su descenso por las escaleras en aquella casa le marcan el destino trágico a Nef, quien no puede huir de sus garras, de sus formas ni de sus maneras, convirtiéndola así en la rubia asesina de la cual los hombres no logran librarse y caen rendidos a sus pies sin importarles si quiera hasta su propia vida; Dietrichson se transforma así en el prototipo de mujer fatal que muchas películas intentarían imitar. Ambiciosa, atrayente, tensionante y con unos diálogos para oír una y otra vez, Billy Wilder en la dirección y Raymond Chandler en el guion, en una colaboración tan complicada como productiva, lograron convertir la novela de James M. Cain en una de las películas más influyentes del cine negro gracias a su temática, a su estilo visual y a su estructura narrativa.
Que el cielo la juzgue (John M. Stahl, 1945)
Desaparecida de las listas que mencionan o hablan del cine negro, ‘Que el cielo la juzgue‘ parece enmarcarse en un melodrama protagonizado por una mujer trabajadora y valiente que también desea buscar una pareja con el fin de establecer una relación de cual se sienta orgullosa. Sin embargo, lo que parece ser una historia romántica, le da la vuelta al paradigma chico conoce chica…, y poco a poco se va transformando en un noir en donde Ellen Bernet (Gene Tierney) se muestra como una femme fatal muy diferente, en donde su manera de actuar no son producto de la codicia, de las ansias de poder o de las ganas de tener mucho dinero, sino que son los celos enfermizos, las pretensiones de tener a su pareja todo el tiempo a su lado y de tener una relación como la que siempre soñó, las que moldean sus formas, sus acciones y las consecuencias que estas traen.
Ellen Bernet conoce al escritor Richard Harland (Cornel Wilde) y hace lo imposible por conquistarlo al punto de que es ella misma quien le propone matrimonio. Al ver que su idealizada relación no puede llegar a buen puerto debido a las constantes interrupciones por parte de la familia de su marido, la recién casada comienza a sentirse frustrada, por lo que intenta por todos los medios hacer que otros tengan la culpa de sus actos perpetrados. Inestable, celosa, caprichosa, acostumbrada siempre a ganar, Ellen termina llevando su matrimonio por una vorágine de la cual solo ella es la culpable, convirtiéndola en otro prototipo de mujer fatal, escondiendo detrás de sus gafas oscuras, tal cual como lo hace Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck), sus verdaderas intenciones. Rodada en Technicolor y dirigida por John M. Stahl, esta película constituyó uno de los grandes éxitos de taquilla de la Fox.
El sueño eterno (Howard Hawks, 1946)
El chantaje que sufre Carmen Sternwood (Martha Vickers) hace que el detective privado Philip Marlowe (Humphrey Bogart) aparezca en escena para terminar de moldear el arquetipo que el mismo actor inició y dejó estructurado en ‘El Halcón maltés’. Al tiempo que la investigación avanza, Marlowe conoce a la hermana de Carmen, Vivian Sternwood (Lauren Bacall), de quien se enamora más allá de ser la mujer fatal de la cual debería haberse alejado. En un universo turbio lleno de falsedades, intimidaciones y asesinatos, y donde cada escena tiene un elemento de información que va hilando la trama hasta el punto de complicarse cada vez más, convirtiéndose en una especie de laberinto sin salida, es el mundo marcado por la corrupción, por la falta de valores y de moral de los seres humanos lo que retrata esta película en donde los personajes abarcan todas las escalas y círculos sociales de la ciudad de Los Ángeles.
Sin recurrir al flashback ni a la voz en off y con el peso de la historia sobre sus hombros, este valiente, audaz y cínico detective privado termina por establecer una serie de códigos de conducta para los mismos de su especie, dejando su sello a través de sus gestos, de su mirada, de su cara, de su sombrero y hasta le deja la puerta abierta al amor. Cargada de unos diálogos agudos y con un alto contenido erótico, el gran Howard Hawks vuelve a sacarle provecho a la pareja Bogart – Bacall, llevando su química a un nivel superior, para trasladar a la pantalla grande una de las grandes historias del género, basada en la novela del genio Raymond Chandler, quien por temas contractuales no pudo participar en la adaptación de su propia obra.
El perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949)
Aunque no es de las más conocidas o de las más famosas, está película demuestra la enorme capacidad que tenía el director japonés para contar historias sin importar el género al que se acercaba. En esta ocasión, al joven detective de la policía, Murakami (Toshiro Mifune), le es robada su arma de dotación en un autobús por lo que moverá cielo y tierra para recuperarla, algo que termina llevándolo a los bajos fondos de Tokyo y sus alrededores. Pero al enterarse de que con esa arma se han cometido una serie de asesinatos, su desesperación aumenta y termina convirtiéndose en una especie de bochorno deshonroso que crece día tras día al no sentirse digno de ser un miembro de la policía, algo que lo lleva a presentar su renuncia.
Para evitarlo, Murakami se ve apoyado por el jefe Sato (Takashi Shimura) quien lo apoya en cada paso que da y le va enseñando a moverse en un mundo, mostrándole las distintas caras, del cual aspira a ser parte. Con dos de sus grandes actores como soporte principal, Kurosawa cuenta una historia ambientada en la posguerra con una estructura de investigación detectivesca que habla también de la culpa que siente este inexperto policía, de la vergüenza como un sentimiento típico japonés que puede llevar a una simple renuncia o a un suicidio desesperado, y de la relación entre dos generaciones, un viejo policía con experiencia y un joven amateur desesperado, como una forma de veneración a las tradiciones y a las personas mayores, que además de aprender entre ambas, terminan desarrollando una amistad y un respeto que se traduce en la manera en cómo el novato Murakami termina por resolver el caso.
La ciudad desnuda (Jules Dassin, 1948)
Con una mezcla entre el documental y la ficción e influenciada por el Neorrealismo italiano y por los documentalistas norteamericanos que trabajaban en plena época de la guerra mostrando la realidad del país, Jules Dassin se gastó alrededor de diez semanas filmando en exteriores para darle la mayor autenticidad posible a esta película que cuenta la historia de la investigación de dos policías, el veterano Dan Muldoon (Barry Fitzgerald) y el joven Jimmy Halloran (Don Taylor), quienes deben resolver el asesinato de una ambiciosa mujer que aparece sin vida en su apartamento. La pareja, que bien podría ser considerada como el punto de partida de las películas de parejas policías o buddy movies policiales, termina descubriendo que aquella mujer hacia parte de una banda de ladrones y que su asesino, el boxeador Willie Garzah (Ted de Corsia) fue el autor material de este.
Con una gran secuencia final, desarrollada en el puente de Brooklyn, esta historia es una de las pioneras en hacer de una ciudad, en este caso New York, sinónimo del capitalismo y del sueño americano, un personaje protagónico puesto que esta metrópoli es juez y parte de todo lo que les sucede al resto de los personajes, muchos de ellos tan variopintos, pero especialmente los menos favorecidos, de la película tal y como lo logra mostrar el director, quien por su posición política de izquierda, no solo se vio enfrentado a varios cambios que la Universal realizó en el montaje del metraje sino que posteriormente debió abandonar el país producto de la caza de brujas en Hollywood. Montaje aquel, que en gran medida también se vio afectado debido a la muerte del productor Mark Hellinger, quien fue el encargado de prestar su voz para la narración de la película la cual culmina con la frase: Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda, esta ha sido una de ellas.
El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950)
El propio joven guionista Joe Gillis (William Holden) narra, siguiendo la clásica estructura de flashback y de la voz en off de las películas del género, todos los pormenores que condujeron hasta su muerte y las razones por las cuales su cuerpo aparece flotando en una piscina, algo que refleja uno de los temas fundamentales de la película: la muerte. Pero no es solo el hecho de quedar sin vida, es también el olvido y el ostracismo al cual el propio Hollywood condenó a muchas de las estrellas del cine mudo y de los primeros años del cine sonoro que lo convirtieron en lo que es. El que aparezcan en pantalla tantas personalidades como Buster Keaton, Cecil B. de Mille, Hedda Hopper, así como también los propios Erich von Stroheim (el criado) y Gloria Swanson (Norma Desmond), interpretándose casi a si mismos, refleja que finalmente todos hacieron parte de una maquinaria de mercado que, al volverse obsoletos, fueron abandonados.
De esa maquinaria quiere hacer parte ese novel guionista Joe Gillis a quien no le importa olvidarse de su novia, aceptar regalos, recibir cariños y hasta engañar a quien se le coloque al frente con el fin de conseguir lo que quiere: ser parte de la maquinaria de contar historias, aunque las cosas no terminan como lo planea y producto de la ambición termina contando la suya de una manera que nadie espera. Con el soporte de sus coguionistas, Charles Brackett y D.M. Marshman, quienes junto con Billy Wilder ganaron el Oscar a mejor guion, el director de origen austriaco logra contar una historia que parte de los códigos tradicionales del cine negro, direccionándolos hacia el drama situando a esta película en una de las más recordadas por ser un híbrido genérico, pero que al mismo tiempo hace una especie de denuncia así como también un gran homenaje a grandes personalidades de los primeros años del cine de Hollywood, el cual no tuvo inconveniente en dejar a un lado al creerlos un estorbo.
Sed de mal (Orson Welles, 1958)
Excesiva y visceral como el mismo protagonista, y tal vez como su director, ‘Sed de mal‘ se enmarca en el universo del detective que hace parte de la policía, en una donde los límites de la ley no están del todo claros al punto de que se pueden desvanecerse debido a la descomposición social, a la división entre los partidarios del comunismo y del capitalismo, y a la corrupción la cual ya había calado en la misma fuerza del orden. Ambientada en la frontera entre México y Estados Unidos, específicamente en Los Robles, donde la línea divisoria entre el bien y el mal, entre la legitimidad e ilegalidad, entre la zozobra y la existencia, y entre la cordura y la locura es totalmente difusa, esta película cuenta la historia que parte de una explosión que se da en un auto de un multimillonario norteamericano y su pareja, una bailarina, gracias a la bomba colocada por Vargas (Víctor Millan). Es entonces Hank Quinlan (Orson Welles), un corrupto capitán de la policía, quien ha sido consumido ante la imposibilidad de averiguar quién asesinó a su esposa, el encargado de llevar a cabo la investigación de la detonación y en donde debe enfrentarse al honesto e incorruptible policía Vargas (Charlton Heston), quien, además de haber detenido al traficante Vic Grandi, ve como su esposa Susan (Janet Leigh) es secuestrada por hombres del propio Grandi.
Con un plano secuencia inicial de tres minutos que deja entrever lo que se va a desarrollar a lo largo de la historia, entre lo que está la búsqueda del asesino, el enfrentamiento entre Vargas, Grandi y el propio Quinlan, así como también la relación entre mexicanos y estadounidenses, la película de Welles, que también posee otros planos secuencia no tan famosos, traslada deliberadamente al extremo algunos de los códigos del género, llevándolos hacia la oscuridad, hacia lo onírico, apoyándose de un estilo visual marcado por el tipo de lentes y planos que usó el director con el fin de retratar a estos personajes y su visión del mundo; visión que, en esta película, tuvo muchos tropiezos y múltiples versiones.
Bob el jugador (Jean-Pierre Melville, 1956)
La tentación, esa sensación que seduce a los seres humanos a realizar cosas o a cometer actos, muchos de los cuales no son bien vistos ante los ojos juzgadores de la sociedad y mucho más si ya se han hecho antes con consecuencias no tan buenas por decir lo menos. Es esa tentación la que lleva a Robert Montagné (Roger Duchesne), un amante del juego, con cierto aire de gánster, aunque en descenso, a intentar dar el golpe de su vida: robar el casino de Deauville, para resolver sus problemas económicos y obtener cierta estabilidad. Bob es un hombre con clase, pero duro, al que todos respetan, incluso la misma policía, y que conoce los bajos fondos. Su cerrado círculo de amigos lo completan su protegido Paolo (Daniel Cauchy), su socio en el golpe y la indescifrable Anne (Isabelle Corey) a quien ve en un inicio con cierto interés amoroso, pero ese sentimiento termina por convertirse en una especia de protectorado, volviéndose una especie de guía para ella.
La noche parisina, sus luces, sus sombras, la Pigalle, son otro personaje más que le añade esa aura de sencillez y de sobriedad a esta historia que se le adelantó en el tiempo a la nueva ola al sacar la cámara a los exteriores y filmar un París distinto, que luego se conocería mucho más gracias a los Truffaut y Godard. Ignorada por años y siendo la cuarta película como director, ‘Bob el jugador’, que forma parte de lo que algunos llamaron el cine polar francés, y dejándose influenciar por películas norteamericanas como ‘La jungla de asfalto’ o ‘Atraco perfecto’ que tocan el robo o heist como una forma de dar un gran golpe para encarrilar la vida, se apropia de los códigos del cine negro y los transforma, haciéndolos propios a su manera para sumarle la amistad, la fatalidad, la atracción, el azar y la valentía como ejes fundamentales que le marcan la vida a un jugador que no puede huir a su destino.