
La directora tunecina Kaouther Ben Hania destacó hace unos años con ‘La belle et la meute‘ (‘Beauty and the Dogs’), su impactante debut en el largometraje de ficción que se estrenaba en 2017 en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. El filme, de estructura episódica, urdía en nueve planos secuencia una efectiva denuncia sobre el desamparo de las mujeres magrebíes ante situaciones de acoso, y denotaba el interés de Ben Hania por un cine social que no desatienda el aspecto formal como elemento potenciador del drama narrado.
En esas sigue en su última película ‘El hombre que vendió su piel‘, nominada al Oscar el pasado año en la categoría de mejor película internacional y que llega ahora con cierto retraso a las pantallas españolas. El filme, que nos presenta a un joven sirio que huye de la guerra con destino al Líbano, combina en distintas capas una singular y azarosa historia de amor, con una afilada crónica del desarraigo y sus violentas consecuencias.
La potente premisa sitúa a este joven refugiado ante la tesitura de entregar su cuerpo a un prestigioso artista que utilizará su piel como un lienzo en el que tatuar una obra de arte que adquiere nada menos que la forma de pasaporte Schengen, lo que permite al protagonista viajar libremente por Europa como una auténtica mercancía de gran valor. A partir de este pacto con el diablo, la historia de ‘El hombre que vendió su piel’ reta al espectador a agarrarse a una odisea romántica que se sostiene sobre un sentido del absurdo convenientemente medido para no perder su norte, que no es otro que retar al espectador a asumir las contradicciones morales de nuestro mundo.

En la riqueza de su alcance conceptual, hay también espacio para una exploración de la identidad, y del cuerpo como sujeto alegórico de la libertad y a la vez objeto efectivo del cautiverio. Y hay espacio también para burlarse de la frivolidad del arte contemporáneo, un comentario que podría remitir a la reciente ‘The Square’ (Ruben Östulnd, 2017), especialmente con la irrupción en escena del personaje de Monica Bellucci, pero parece más bien un pretexto para una denuncia de alcance más profundo, que se apoya en la paradoja de una libertad de mercado que coexiste junto a un sistema de rígidas restricciones migratorias que occidente se resiste a relajar incluso en situaciones de extrema emergencia, tema que la directora aborda desde un afilado humor negro que no oculta el aliento trágico del trasfondo terriblemente real de su ficción.
Ben Hania maneja en definitiva un material de tremendo interés, que solo es lastrado en cierto modo en algunos aspectos de la ejecución. A pesar de lo cuidado de su puesta en escena y del excelente trabajo de su protagonista Yaya Mahayni (premiado en la sección Orizzonti de la Mostra de Venecia), a la película le fallan ciertas aristas, en especial en la escritura de unos diálogos que a menudo caen en lo obvio, y en el armazón narrativo que tiene muy claros los conceptos pero no los conduce con fluidez a través de una trama que avanza en ocasiones por vías un tanto caprichosas para llegar al destino marcado.
A pesar de estos pequeños desajustes, ‘El hombre que vendió su piel’ es una interesantísima alegoría sobre las contradicciones del mundo moderno que alza una voz de alerta sobre las consecuencias trágicas de priorizar el valor de mercado sobre los derechos humanos, y confirma a Ben Hania como una cineasta a seguir de cerca. Una película muy recomendable para espectadores audaces, que haría un buen programa doble con la reciente ‘Sinónimos’ (Nadav Lapid, 2019), otro estimulante tratado sociopolítico en clave audiovisual sobre las consecuencias del desarraigo.