
Con el El Festival de Sevilla 2022 aproximándose ya a su vigésima edición, las salas de cine de la capital andaluza vuelven a llenarse con las mejores películas del continente europeo en otra oportunidad más para disfrutar con algunas de las grandes obras del año y para descubrir algunos de esos nombres jóvenes que están llamados a hacer grandes cosas en el futuro próximo. Desde el Festival de Cannes al de Venecia, pasando por el de Berlín, volvemos a disponer en Sevilla de la presencia de los títulos más destacados en el circuito festivalero de la temporada, así como algunas de esas apuestas que pelearán en diciembre por los Premios EFA de la Academia de Cine Europeo e incluso alguna representante internacional para los Oscars.
Los hijos de otros (Francia). Dir. Rebecca Zlotowski
La de ‘Los hijos de otros‘ es esa habilidad innata, imposible de copiar o falsear, para dialogar con tacto, respeto y cariño hacia lo que se cuenta, por muy dulce o cruel que esto sea emocionalmente en cada uno de los puntos que va marcando el relato. Es una habilidad la de Rebecca Zlotowski que nace de la pura fascinación por mostrar pero no dictar, por conversar y bucear pero nunca acabar perdiéndose entre convicciones, mucho más cómoda flotando sobre el agua.
Con un relato sobre la maternidad en esa edad fronteriza donde la voluntad ya empieza a verse enfrentada con la capacidad física para ello, la que construye Zlotowski es una narración calmadísima, llena de una paz que no puede sino describirse como madura y rebosante de sabiduría. Desde el guion, sencillo pero repleto de humanidad y de calidez hacia sus personajes y las propias relaciones que se establecen entre ellos, hasta el montaje, con una suavidad en los cortes y transiciones que acompaña a la perfección al ánimo de la obra.
Cada subtexto que toca lo hace con el total convencimiento de estar ante una verdad que va más allá de opiniones, algo que puede parecer tan pretencioso pero que de alguna manera mágica siempre consigue demostrar, porque todo lo hace con el corazón, apoyándose en su protagonista para dar veracidad y alejarse de lo forzado en que otras muchas obras acaban cayendo. Emocionante ver cómo la subtrama educativa acaba teniendo su garra en algo tan sencillo como la voluntad de tender la mano ciegamente, la raíz más pura de la profesión, ese acompañar al alumno hasta que aprenda a andar solo, sin importar cuántas veces el propio alumno quiera soltarte la mano por el camino. Brillante cierre el de la obra volviendo a ello, consciente de que quien siembra merece acabar recogiendo.
Siempre avanzando pero consciente de que nunca sabes cuáles son las cartas con las que te va a tocar jugar cada día, la de Virginie Efira es una protagonista de esas que embelesan, no por su belleza o por su presencia en escena, cosa que domina como ninguna, sino por la pura bondad que desprenden todas y cada una de las acciones y decisiones que va dejando por el camino. Hacia su pareja, hacia esa hija de su pareja que le hará renacer la llama por ser madre, e incluso hacia la propia ex mujer de su pareja y madre de la niña. Es una carrera de obstáculos donde cada valla que recibe, la salta con la mayor gracia imaginable.
Extraordinaria la mano de Zlotowski para no solo sumar elegancia en esas escenas de romance, sino para dictar sentencias que batallan directamente sobre el canon del que lleva viviendo el cine (y la vida) desde que los conocemos. Ese “basta ya de que la mujer pida perdón por el error del hombre» en una de las secuencias más desgarradoras de la cinta.
Si algo hace especial a la obra es su capacidad para deleitarse en los huecos entre palabras, esa habilidad para llenar más con el peso de una mirada en los ojos de Efira que con cualquier otra realidad tangible. Y cuando ya no le queda más, cuando se reencuentra con aquello perdido pero demasiado valioso como para olvidar, Efira cierra los ojos y recuerda, valiente. Porque sigue flotando, en mitad de un océano interior donde ella por fin ha aprendido a encontrarse. Desbordando a la realidad para pararlo todo en un instante de felicidad, en esa capacidad del cine para ser extraordinario dentro de lo cotidiano.
El triángulo de la tristeza (Suecia). Dir. Ruben Östlund
Cuando se dice que segundas partes nunca fueron buenas, no tengan en cuenta lo de Ruben Östlund, porque esta sí, esta segunda Palma de Oro en Cannes es de las de verdad, de las que rompen y dividen, pero de las que dignifican y divierten. Una de esas obras que lucen aún más de lo esperable en el contexto de un festival de cine, repletos de obras que se difuminan entre ellas, que se copian los ritmos narrativos y que se alejan de las concesiones comerciales que tanto disfruta el público de a pie.
Que Östlund es un canalla al que le gusta deleitarse retratando y despedazando a las élites es algo que ya no nos coge de nuevas, pero verle llevar la parodia al extremo, al puro barroquismo narrativo sin la más mínima excusa y por el simple deleite de contemplar el caos surgido tras tumbar la pirámide de lo social, es un gustazo de esos que no todos los cineastas pueden permitirse ofrecer. Lo de su ‘Triángulo de la Tristeza’ es un retrato de gente miserable en su riqueza, pero sobre todo de explorar lo inútil que puede llegar a ser esa riqueza cuando los sistemas que la sostienen se desmontan y se destripan. La vuelta a la raíz de todo, a lo primitivo. Cuando a la influencer le quitas su móvil, cuando al modelo le quitas los ojos que le miran y las bocas que le piropean, pero también cuando a esa persona invisible le cae el regalo de la supervivencia primitiva como habilidad para adquirir ese poder de estar al mando.
Estructurada en tres capítulos (el primero para introducir a la pareja protagonista y sus dinámicas, el segundo en un barco de lujo a rebosar de ricos de diversa procedencia, y el tercero en una isla), a Östlund le sobra tiempo para caricaturear a sus personajes. Ya desde la discusión inicial entre la pareja protagonista, una influencer de éxito y un modelo empleado pero herido bajo la superficie por el mayor éxito profesional de la primera, las tensiones se disparan de una manera tan divertida como vergonzosa en un festival donde lo jugoso acaba siendo ver hasta donde es capaz de llegar la estupidez de uno y la manipulación de otra.
Pero si de alguna joya de la corona se puede hablar, esa es la que construyen sobre un barco repleto de personajes. Personajes no en el sustantivo sino en el puro adjetivo, personajes de esos que solo de escuchar dos palabras ya sabes que en algún momento van a soltar oro por el pico. Desde un capitalista ruso que hizo su fortuna vendiendo mierda (literal), a un matrimonio anciano enriquecido a base de vender armas, pasando por una alemana en silla de ruedas que no puede hablar o un capitán de barco norteamericano y marxista, un Woody Harrelson campechano que cena hamburguesa con patatas en mitad de la alta cocina. El recital físico de humor grotesco, sucio y humillante que pone Östlund sobre las tablas del barco en mitad de una cena y una tormenta es inagotable. Es tal el punto de exceso narrativo y visual, que la cámara y el montaje juguetean disfrutonas con la tensión y el desprecio propias de un body horror, ya desinhibidos de cualquier criterio, casi preguntándose dónde está el límite, hasta cuánto se puede estirar la broma.
Pasado el desenfreno, es en el capítulo de la isla donde el sueco se pone el mono de trabajo y empieza a picar de manera mucho más seria, sin olvidar el humor implícito en la situación y en las propias dinámicas entre personajes, pero cavando más convencido y simplón en sus discursos. Si antes había mostrado la pirámide firme y se había divertido riéndose de ella, aquí la pone boca abajo para demostrar que ni los que pueblan la base son tan humanos e inocentes, ni los de arriba son tan despiadados como se podría esperar.
Entre blancos y negros, a Östlund le da por hacer una masa gris donde bañarse y recrearse, algo que quizás puede acabar sabiendo a puro esteticismo y disfrute banal sin fondo para muchos, pero que si te dejas llevar por la corriente acabas gozando como quien mira con asombro los límites a los que llega la capacidad humana para torpedearse a sí mismos.
La emperatriz rebelde (Austria). Dir. Marie Kreutzer
Lo de Vicky Krieps deleitando al espectador con varias interpretaciones al año tan extraordinarias como distintas entre sí, parece empezar a ser costumbre, especialmente para aquellos que las hemos podido contemplar en los últimos dos años en el Festival de Cine Europeo de Sevilla.
La de ‘La emperatriz rebelde’ es una Vicky Krieps mucho más ligera y desatada en su vertiente humorística, aprovechando la voluntad de montar un biopic desfigurado sobre Sissi Emperatriz centrándose en su faceta más rebelde. Sin demasiadas líneas narrativas estructurales más allá del estudio de personaje y personalidad, con todos esos miedos, pasiones e inseguridades que la convierten en quien es, esta obra es tanto una pieza de cámara como un festival de música en mitad de la ciudad.
Estética y clásica en las formas, con una fotografía soberbia en sus texturas sacando provecho a los valores de producción que embellecen la propuesta (el vestuario y la peluquería son un pilar indispensable del personaje), pero dinámica y moderna en sus decisiones, metiendo música contemporánea en mitad del siglo XIX o incluso jugando en edición con las cámaras lentas casi a modo videoclip y los formatos, algo no muy habitual en el género.
Muy en la línea de todos estos “anti-biopics» que venimos viendo en los últimos años de la mano de autores como Pablo Larraín (‘Jackie‘, ‘Spencer’) que se construyen ficcionando sobre la psicología de un personaje histórico en un momento clave de su vida, ‘La emperatriz rebelde‘ de Marie Kreutzer es quizás menos compacto y redondo, pero de la misma manera fascinante en su concepción y en su recreo, convencida de que refugiarse y apostarle todo a las capacidades de su actriz protagonista va a darle frutos. Y así acaba ocurriendo, con otra interpretación rebosante de energía y con más carisma que nunca de Vicky Krieps.
Habiendo cumplido los 40 años y convencida de que ha empezado a perder su chispa, la Sissi de Krieps se pasa la película deambulando entre las cuestiones políticas propias de la esposa de un Emperador, las familiares propias de una madre que ve a sus hijos crecer en el entorno comprimido de la corte, y las femeninas propia de una persona que quiere volver a sentirse joven y deseada, pero que no acaba de encontrar donde hacerlo.
Es ese tono rebelde y menos riguroso el que regala algunos de los mejores momentos de la cinta, con una Sissi que actúa por impulsos, sin miedos al qué dirán, aprovechándose de su posición y divirtiéndose en lo difuso de su propio rumbo, pero también con una gravedad emocional amplísima en esos instantes donde sus miedos se acrecentan, sus inseguridades empiezan a pesar sobre el propio cuerpo, y sus miradas empiezan a esconderse tras velos.
‘La emperatriz rebelde’ no acabará siendo quizás ese gran biopic referencial al que recurrir para descubrir al personaje, pero sí es otra de esas obras firmes, consistentes y extraordinariamente realizadas que exprimen al máximo los límites del género, de sus recursos técnicos e interpretativos, y de la una elección narrativa completamente sincronizada con la propuesta estética.
More Than Ever (Francia). Dir. Emily Atef
Con una mujer enferma en pleno reajuste vital tras la noticia de que necesitara un transplante pulmonar para poder aspirar a tratar su enfermedad si quiere mantener la esperanza de vivir en el medio/largo plazo, la otra propuesta de Vicky Krieps en este 2022 es una gesta emotiva, desafiando al espectador a ponerse en el barco de alguien reencontrándose diariamente con las elecciones que tiene que tomar, y con cómo esas decisiones afectarán a esa vida que tenía hasta el momento.
Destacando el trabajo físico de Vicky Krieps para escenificar todas esas dificultades respiratorias propias de la enfermedad, no son pocos los momentos en los que la barra de energía parece estar agotándose frente a tus ojos, tomando el relato esa gravedad añadida de la que solo pueden disponer aquellas obras que juegan con la mayor frontera de todas, la de la vida y la muerte.
No solo del trabajo en la respiración de Krieps se vale la cinta para ir dejando que el espectador se alinee y se acomode, si es que eso es posible aquí, con esas decisiones tan dignas pero complejas y conflictivas que va tomando, siendo testigos del sufrimiento y el desgaste físico y emocional propios del deterioro en su salud. Son también un par de monólogos, sincerándose frente a un anciano también enfermo, realmente el único que comprende y respeta sus decisiones sin excepciones, las que acaban por contagiarte de ese dolor y esa angustia que cimentan todos y cada uno de los ejes sobre los que se mantiene el personaje.
Si por algo será también tristemente recordada ‘More Than Ever‘ es por ser la última obra que nos dejó el difunto Gaspard Ulliel, aquí en el papel de un novio que no consigue comprender como su pareja prefiere alejarse de él, rechazar cualquier mínima esperanza de salvación agarrándose con fe a esa posibilidad del transplante, y marcharse a sufrir en soledad a los fiordos noruegos, alejada de todo aquello que sostenía su vida.
Si algo merece especial aplauso en la cinta dirigida por Emily Atef es ese deseo y esa convicción moral de defender hasta las últimas consecuencias una decisión que algunos espectadores seguramente no comprenderán, pero que dignifican desde la raíz a una Vicky Krieps inamovible en su entendimiento de la vida y en ese balance de compasión y paciencia hacia un Gaspard Ulliel que le pelea con uñas y dientes para cambiar su opinión.
Memorable y desolador, pero también absolutamente redondo, es el plano final que sirve para cerrar no solo la cinta, sino la filmografía de un Ulliel que por caprichos malditos del destino, se ha marchado dejando un último plano como pocos actores podrán decir que dejaron, rozando el discurso metacinematográfico y convirtiendo la obra en un humilde testamento escrito sobre la pantalla.
Forever Young (Francia). Dir. Valeria Bruni Tedeschi
El mayor pecado de Valeria Bruni Tedeschi es el de querer contar demasiadas historias en un inicio, presentando a un arsenal de personajes secundarios sobre las tablas de una escuela de teatro, para luego olvidarse esencialmente de casi todos ellos, dejándoles reducidos a un par de escenas dramáticas que rozan el cliché de género adolescente, siempre con drogas y sexo de por medio y hasta frivolizando con la gravedad de sus consecuencias en alguna escena, en favor de una trágica y tóxica historia de amor entre un joven adicto de clase baja y una chica de clase alta con tendencia a dejarse gustar.
No es que la historia per se no tenga potencial, es que ‘Forever Young‘ cae en ese complicado crimen imposible de querer dejar caer el peso emocional de la obra en un romance que desde el primer momento es radicalmente tóxico y despreciable, en el que la química es nula y en el que no sientes ningún tipo de apego o aprecio por ese joven trágicamente sufridor y maltratado por la vida, sino tan solo incomprensión por la forma en que se le intenta edulcorar mediante lo visual. Desde planos que buscan apegarle a esa figura profunda y filosófica, ese cliché tan francés de cigarro en mano e intensidad en cada palabra, hasta la selección musical que acompaña algunas de sus secuencias. Le honra a Valeria esa intención marcada de defender su figura y toda la tragedia vital que irremediablemente representa el personaje, pero le fallan las formas y la ejecución, tanto en guión como en pantalla.
Sin embargo, ocurre todo lo contrario con el otro lado del espejo, el de una Nadia Tereszkiewicz con ya varias películas por el camino pero que aquí ejerce de total revelación, echándose a las espaldas un tercer acto donde se libera de ataduras para regalar y demostrar un rango de emociones inmenso con una sencillez y una calidez apabullante en su honestidad. Es suya la mejor escena de la película, que para mayor fascinación sirve para cerrar la obra, dejando en alto una historia con demasiados desvíos pero salvada por el talento de una joven promesa que la inicia con el desenfreno rabioso y el exceso interpretativo propio de una novata, pero que la culmina con la calma, la suavidad y el gusto para tomar decisiones de una actriz madura. Frente a exhibiciones de este tamaño solo queda sentarse y mirar fascinados, y Valeria Bruni Tedeschi lo sabe.
The Eternal Daughter (Reino Unido). Dir. Joanna Hogg
Habría que empezar a analizar muy seriamente la voluntad de Tilda Swinton para meterse de protagonista en historias donde su personaje se pasa media película rayada con un sonido que le atormenta, porque después de lo que supuso la ‘Memoria’ perpetrada por el criminal de guerra cinematográfico popularmente conocido como Apichatpong Weerasethakul, la obra de Joanna Hogg no ayuda en nada a que olvidemos aquella canallada perpetrada sobre el espectador en la anterior edición del festival. También habría que preguntarle a Tilda por ese gusto suyo de interpretar varios personajes tirando de maquillaje, o por el de participar en obras que dialogan directamente sobre la memoria y el deseo de recordar, uno de los temas que parece más presente en su filmografía reciente.
Pese a que ello no perjudica el relato en nada más de lo que ya podría esperarse leyendo la sinopsis o viendo el trailer, el ritmo de la obra no ayuda en nada a la digestión de la misma, por mucho que esa atmósfera fantasmagórica, memorística y pausada requiera de un tempo para acomodarse. Quizás es que ‘The Eternal Daughter‘, entre otras cosas, se crea una historia de fantasmas cuando poco tiene de ello hasta que se destapa el tarro de las esencias, ya en un tercer acto que ha tardado demasiado en llegar.
Esto no impide a la obra ser notable en el apartado visual, con una localización y un trabajo en el diseño de producción que levantan por sí solos esa atmósfera tan buscada, o de ser incluso sorprendentemente divertida, con el personaje secundario de una recepcionista de hotel que al inicio chirría por su actitud desagradable pero a la que al final acabas hasta comprendiendo, aliviando esa pesadez del relato y dejando alguna frase para el recuerdo por lo sincronizada que está (voluntaria o involuntariamente) con la actitud ya desgastada y agotada del espectador.
Que Joanna Hogg tiene una mirada única y sensible es algo que permite poco debate, aún más si jugamos con el elemento estético. Que Tilda Swinton la seguiría hasta el fin del mundo para rodar, igual es hasta algo firmado. Otra cosa será ver si cuando vuelvan del viaje aún nos acordamos de ellas.