
«Le Cinéma de la Qualité» (Cine de la Calidad) fue la denominación insultante, con C y Q mayúsculas, que el joven François Truffaut lanzó, un día de enero de 1954, a la cara de una generación de cineastas que estimaba desfasados. El término, liberado del oprobio inicial, califica hoy un cine nacido en los primeros años cuarenta, en tiempos de la Ocupación, que sobrevivió en los cincuenta, con tintes académicos o literarios para algunos, clásicos para otros, basado en un sustrato novelesco que posteriormente sería cultivado por el propio Truffaut, o por cineastas más jóvenes como Bertrand Tavernier.
Uno de los títulos fundamentales del llamado «Cine de la Calidad» francés sería ‘Una playa tan bonita‘ (1949), dirigida por Yves Allegret. Un drama psicológico, que gracias a su propio ritmo gana finalmente la partida, tanto por cada trazo visual o verbal, que sirve a la progresión dramática, como por la atmósfera. Los diálogos son tan buenos y naturales que parecen improvisados por los actores, identificados con su papel. Las escenas y la iluminación son de una calidad plástica excepcional, todo ello compone este filme donde no deja de llover. La banda sonora es igualmente afortunada, se compone de dos leivmotivs que se añaden tanto a la sinfonía como al drama.
Nos vamos ahora al año 1952 con ‘Juegos prohibidos‘ de René Clément. Una joya del cine francés que más allá del mundo de la infancia tiene valor por la luz brutal que lanza sobre el mundo de los adultos. No hay que engañarse, las imágenes del éxodo de 1940, con los campesinos en lucha con los acontecimientos que no entienden, no son más que sabios contrapuntos de la historia infantil, pero clave de la propia historia. La construcción dramática de la película, explicando y justificando el juego de la muerte por el comportamiento de los adultos ante la vida es de una demostración rigurosa. Los diálogos, junto con una dirección de actores como se ven pocas, no deben hacer olvidar lo mejor: el estilo.
Otro de los filmes de obligado visionado del «Cine de la Calidad» francés es ‘Travesía de París‘ (1956), dirigido por Claude Autant-Lara. La película se desarrolla con imágenes de actualidad mostrando al ejército alemán desfilando en París en junio de 1940. Cuando la película pasó ese año por el Festival de Venecia, donde se acostumbra a aplaudir durante la película el nombre del realizador, intérpretes, etc., se vivió un extraño espectáculo: dos mil personas de todas las nacionalidades y en traje de gala aplaudían a los ejércitos nazis victoriosos. Este alarde cruel demuestra bien el tono de la obra, más dura en la pantalla que impresa y tan amarga que es capaz de hacernos reír sin cesar. Nada ni nadie se salva. Todos los conceptos humanos, políticos, sociales están fuertemente cuestionados, todo el mundo es malo, o cobarde, o bestia, e incluso las tres cosas a la vez.
Un año después, en 1957, Julien Duvivier dirigía ‘El puchero hierve‘. La adaptación atenúa un poco la negrura de la realidad naturalista y la crudeza de ciertas situaciones, permaneciendo fiel a Zola. Pero las maquinaciones de Madame Josserand para casar sus hijas, sin dote, adúlteras y débiles, y la ascensión social de Rastignac están ahí y el temperamento de Duvivier se concilia con la visión del novelista. Con el apoyo de brillantes diálogos de Henri Jeanson ha pintado un frenético cuadro de costumbres. Las aventuras amorosas de Octave molestan a la hipocresía burguesa y las criadas explotadas se vengan contando los secretos de sus señores por las ventanas de las cocinas. Esta película caústica y feroz, llevada a veces como un vodevil, fue el último éxito de este genial cineasta francés.
Ya fuera del periodo del «Cine de Calidad», pero con claras influencias, encontramos ‘La viuda Couderc‘ (1971), dirigida por Pierre Granier-Deferre. Un neonoir que adapta la novela homónima de Georges Simenon. Es necesario reconocer que su director es el primero en atacar sin secretos ni precauciones excesivas un tema que los cineastas de su generación nunca han tratado con franqueza: las relaciones amorosas que unen la mujer madura y el hombre joven, que aquí no están dirigidas por la misoginia decorativa, ni por el romanticismo deslumbrante familiares al cine americano como tampoco se prohiben las alusiones precisas a la sensualidad. Todo está contado con equilibrio y medida pero sin suavizar nada.