Cuando se dice que segundas partes nunca fueron buenas, no tengan en cuenta lo de Ruben Östlund, porque esta sí, esta segunda Palma de Oro en Cannes por ‘El triángulo de la tristeza‘ es de las de verdad, de las que rompen y dividen, pero de las que dignifican y divierten. Una de esas obras que lucen aún más de lo esperable en el contexto de un festival de cine, repletos de obras que se difuminan entre ellas, que se copian los ritmos narrativos y que se alejan de las concesiones comerciales que tanto disfruta el público de a pie.

Que Östlund es un canalla al que le gusta deleitarse retratando y despedazando a las élites es algo que ya no nos coge de nuevas, pero verle llevar la parodia al extremo, al puro barroquismo narrativo sin la más mínima excusa y por el simple deleite de contemplar el caos surgido tras tumbar la pirámide de lo social, es un gustazo de esos que no todos los cineastas pueden permitirse ofrecer. ‘El Triángulo de la tristeza’ es un retrato de gente miserable en su riqueza, pero sobre todo de explorar lo inútil que puede llegar a ser esa riqueza cuando los sistemas que la sostienen se desmontan y se destripan. La vuelta a la raíz de todo, a lo primitivo. Cuando a la influencer le quitas su móvil, cuando al modelo le quitas los ojos que le miran y las bocas que le piropean, pero también cuando a esa persona invisible le cae el regalo de la supervivencia primitiva como habilidad para adquirir ese poder de estar al mando.

Estructurada en tres capítulos (el primero para introducir a la pareja protagonista y sus dinámicas, el segundo en un barco de lujo a rebosar de ricos de diversa procedencia, y el tercero en una isla), a Östlund le sobra tiempo para caricaturear a sus personajes. Ya desde la discusión inicial entre la pareja protagonista, una influencer de éxito y un modelo empleado pero herido bajo la superficie por el mayor éxito profesional de la primera, las tensiones se disparan de una manera tan divertida como vergonzosa en un festival donde lo jugoso acaba siendo ver hasta donde es capaz de llegar la estupidez de uno y la manipulación de otra.

El triángulo de la tristeza, dirigida por Ruben Östlund
Escena de «El triángulo de la tristeza», dirigida por Ruben Östlund

Pero si de alguna joya de la corona se puede hablar, esa es la que construyen sobre un barco repleto de personajes. Personajes no en el sustantivo sino en el puro adjetivo, personajes de esos que solo de escuchar dos palabras ya sabes que en algún momento van a soltar oro por el pico. Desde un capitalista ruso que hizo su fortuna vendiendo mierda (literal), a un matrimonio anciano enriquecido a base de vender armas, pasando por una alemana en silla de ruedas que no puede hablar o un capitán de barco norteamericano y marxista, un Woody Harrelson campechano que cena hamburguesa con patatas en mitad de la alta cocina. El recital físico de humor grotesco, sucio y humillante que pone Östlund sobre las tablas del barco en mitad de una cena y una tormenta es inagotable. Es tal el punto de exceso narrativo y visual, que la cámara y el montaje juguetean disfrutonas con la tensión y el desprecio propias de un body horror, ya desinhibidos de cualquier criterio, casi preguntándose dónde está el límite, hasta cuánto se puede estirar la broma.

Pasado el desenfreno, es en el capítulo de la isla donde el sueco se pone el mono de trabajo y empieza a picar de manera mucho más seria, sin olvidar el humor implícito en la situación y en las propias dinámicas entre personajes, pero cavando más convencido y simplón en sus discursos. Si antes había mostrado la pirámide firme y se había divertido riéndose de ella, aquí la pone boca abajo para demostrar que ni los que pueblan la base son tan humanos e inocentes, ni los de arriba son tan despiadados como se podría esperar.

Entre blancos y negros, a Ruben Östlund le da por hacer una masa gris donde bañarse y recrearse, algo que quizás puede acabar sabiendo a puro esteticismo y disfrute banal sin fondo para muchos, pero que si te dejas llevar por la corriente acabas gozando como quien mira con asombro los límites a los que llega la capacidad humana para torpedearse a sí mismos.

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